El silencio de los corderos

Algún día nos daremos cuenta de que España –si existe aún– se volvió idiota en algún momento de nuestro pasado reciente

Nada me haría más feliz que escribir sobre la lluvia, sobre paraguas olvidados, sobre poesía china de la dinastía Tang o sobre los molletes de Antequera. Nada me haría más feliz que olvidarme por completo del desdichado país en el que he elegido vivir. Nada me haría más feliz que mandarlo todo a paseo y dedicarme a los paseos fluviales y a la observación de las nubes. Pero es imposible. Leo no sé dónde que el PSOE está negociando con Junts para facilitar la vuelta de las empresas a Cataluña. Al leer esto, todavía no he sufrido un ataque de licantropía y me he transformado en hombre lobo, como el gran Paul Naschy en aquellas gloriosas películas de serie Z de los años 70, pero la verdad es que hay motivos más que suficientes. Vamos a ver: ¿no se fueron las empresas de Cataluña justamente porque unos políticos delirantes –y bobos y corruptos– tomaron unas medidas ilegales que en 2017 ahuyentaron a cientos de empresas? ¿No fueron justamente las decisiones de Junts –y de otros partidos independentistas– las que causaron esa huida? ¿Y ahora tenemos que poner dinero público para que esas empresas regresen al lugar del que se fueron espantadas? ¿A qué demonios estamos jugando? ¿Y cómo es posible que haya gente –periodistas, artistas, intelectuales, catedráticos egregios– que lo consideren una medida normal o incluso aceptable en vez de una aberración legal y moral y jurídica? ¿Pero en qué país vivimos?

Algún día nos daremos cuenta de que España –ese desventurado lugar que ya no parece tener ni siquiera nombre– se volvió idiota en algún momento de nuestro pasado reciente. Digo idiota y quizá me esté quedando corto. ¿Cómo es posible que haya millones de personas –unos diez millones, más o menos– que consideren que esta medida y otras muchas como esta sean razonables y oportunas? ¿No ven la flagrante tomadura de pelo? ¿No ven el robo descarado de su dinero de contribuyentes? ¿Y cómo es posible que nuestras universidades públicas guarden un silencio sepulcral sobre este y otros temas igual de trascendentales? ¿Cómo es posible que nadie se atreva a elevar siquiera una leve protesta? ¿Y de dónde viene el derrumbe moral que ha hecho posible este asfixiante silencio de los corderos? Misterio.

Pues nada, amigos, volvámonos a los apacibles paseos bajo la lluvia y al encanto de los paraguas. No nos queda otra.

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