El voyeur

Un escalofrío recorrió su cuerpo desnudo, lo que provocó que se tapase el pecho con una nívea sábana

La sacó de su sueño una rara e inquietante sensación, que le causó inseguridad. Se revolvió despacio entre las frescas sábanas de algodón, que formaron parte del ajuar de su abuela. Miró a su alrededor, la habitación de la vieja casona familiar en la que pasó su infancia, estaba en penumbra, apenas se distinguían las sombras de los muebles y objetos que la decoraban. Estaba sola, y sin embargo se sentía vigilada, tenía la certeza de que unos ojos invisibles, estaban clavados en su nuca. Entraba una tenue luz anaranjada por el balcón, procedente del farol que iluminaba el porche, aunque ya se intuía esa leve luminosidad que precede al alba, y que sin embargo sigue siendo noche cerrada. Sentía sobre su cuello el peso de esa mirada, y semejante sensación, tan extraña como indeterminada, acabó espabilándola. Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra. Con cuidado se dio la vuelta sobre la cama, y …allí estaba su "voyeur" nocturno. Distinguió sin dificultad los ojos que la observaban, desde la atalaya de la reproducción del "Jardín de las delicias" de El Bosco, que coronaba la cama, como una premonición del destino al que la humanidad está arrojada. Eran unos ojos como negras cabezas de alfiler, de aquellos que sujetaban la gasa sobre los cabellos recogidos de las viudas en señal de duelo. A cada lado de la cabeza en la que se incrustaban esos negros azabaches, se extendían dos manitas, con sus dedos abiertos, como si estuvieran asombrados. Ella se quedó quieta, esperando la reacción de la criatura que como una intrusa había osado despertarla, al haber sido descubierta, pero no se inmutó, quedó paralizada, casi se podía escuchar la respiración de las dos. Aunque no se movía una brizna, el aire perfumado, que al caer la noche era cálido, había devenido fresquito, propio de esas noches de verano que refrescan con la amanecida. Un pequeño escalofrío recorrió su cuerpo desnudo, lo que provocó que se tapase el pecho con la nívea sábana que tenía sobre sus piernas. Este movimiento desató la tempestad. Su acompañante nocturno aprovechó el regate para salir despavorido, y desaparecer como una exhalación por el balcón abierto de par en par, perdiéndose entre los racimos de jazmines y rosales, que colgaban de las plantas que, trepando por la fachada, introducían sus tallos repletos de flores, entre las rejas de hierro forjado que adornaban la terraza. Una noche más que acababa con la luz tímida del alba, anunciando un nuevo día abrasador, una luz cargada de imágenes, perfumes y recuerdos infantiles, que había destruido el mágico e infinito minuto de idilio entre ella y su salamanquesa

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