Semana Santa

Orden de la Inmaculada: Enigmas en el convento

  • La casuística referida a enigmas, leyendas, misterios y patrañas varias tras los altos muros conventuales es nutrida y jugosa, singularmente en cenobios femeninos

Plaza de la Catedral, acuarela de Dionisio Godoy.

Plaza de la Catedral, acuarela de Dionisio Godoy.

Con motivo del 500º aniversario de su estancia en nuestra ciudad, en enero de 2014 concluimos en Diario de Almería el relato por capítulos sobre el intenso devenir histórico del Monasterio de la Purísima Concepción: arquitectónico y artístico, vicisitudes eclesiásticas y censos de sus moradoras, aceptación ciudadana, etc.; erigido por Teresa Enríquez, esposa de Gutierre de Cárdenas. El comendador de León y primer alcaide de la Alcazaba obtuvo enormes prebendas en el Repartimiento tras la “toma” de Almería y su incorporación a la corona castellana después siete centurias de estancia musulmana. Parte de dichos beneficios fueron destinados por aquella para la fundación conventual.

Una publicación de la que me sentí honrado sabiendo que cada fin de semana, en la hora de “recreo” nocturna, una de ellas lo leía al resto. Y halagado cuando en la mañana de sábado y domingo, al depositar un ejemplar del Diario en el torno me lo agradecían, “porque a través de los reportajes hemos aprendido de nuestra propia Casa cosas que desconocíamos”.

Paralelo al rigor documental, a intramuros se sucedieron situaciones difíciles de explicar desde la lógica y razón. Llámenles revelaciones o milagro, superchería o exaltaciones místicas. Aunque disponemos de otras igualmente curiosas, para este especial semanasantero selecciono tres de ellas y hago referencio a una cuasi desconocida reliquia. La trilogía tiene sus epígonos en el anecdotario de la Virgen del Mar, Cristo del Carbón y del Escucha.

Las patas del diablo

La más añeja leyenda se remonta a su creación y de cómo su abadesa, sor María Juana, se salvó de la muerte de entre los escombros del terremoto de 1522, asida de la mano de una niña pequeña e ilesa igualmente. O de que mandaba callar a los pájaros para que no molestaran con sus trinos a las sores mientras rezaban el Oficio Divino. Esta que ahora les narro es más truculenta y estaba recogida en el archivo desde sabe Dios cuando. Me limito a recuperarla tal y como la describió una testigo del caso.

Antaño era costumbre celebrar las efemérides notables rezando la noche de vísperas en el coro alto, aunque siempre un mínimo de dos profesas. Ocurrió que una de ellas le solicitó a la abadesa (y obtuvo) quedarse rezando hasta la media noche ante el Señor. Cuando regresaba por la escalera de caracol del torno, camino del dormitorio, notó que alguien corría detrás de ella, con fuertes pisadas. Volvió la cara y vio una cosa horrible: un animal indefinible, con los ojos desprendiendo intensas llamaradas verdes. Echó a correr y ya en la puerta del locutorio, al notar que el monstruo se le abalanzaba le hizo con el crucifijo la señal de la cruz. Automáticamente el “bicho” se arrojó por la barandilla de madera y tras romperla “cayó al Claustro, donde están las pisadas”. La losa en que hipotéticamente se marcaron tales huellas estuvo, dicen, a la vista de todos hasta las reformas que en los pasados años sesenta acometió el arquitecto Antonio Góngora.

Cementerio

Situado en una de las crujías del claustro meridional y a los pies de la torre mudéjar, al mínimo espacio que les sirve de enterramiento se accede través de una portada en piedra de estilo gótico tardío. En ocasiones sirvió de coro bajo; oyendo misa las monjas tras una reja que daba a la iglesia (el Sagrario estaba en la antigua capilla de San Roque). El cementerio lo preside la pintura de un crucificado y guarda otra curiosa leyenda. Lo refrendaba con su firma la madre abadesa y consejeras. También lo ocupó circunstancialmente el cadáver, pero ahora no viene al caso.

Las monjas claustrales de Las Puras son, con diferencia, nuestras vecinas más longevas

El obispo impedía a una novicia profesar por carecer de la dote obligatoria, medio económico, junto a las limosnas, de subsistencia. En precaria salud y viendo que su situación no tenía visos de solucionarse, decidió marcharse a su casa en la provincia. Solicitó un último favor: quedarse la noche previa orando, alumbrada solo por un “carburo”. A la mañana siguiente, cuando la comunidad desayunaba, llamaron al torno y un hombre no identificado dejó un sobre con la indicación: “Para una dote”, ¡conteniendo diez mil maravedíes!”. Sin salir de su asombro la novicia portera pidió que las acompañasen: en la pared principal había dibujado un Cristo de hermosas proporciones. Ora et labora. Los rezos y el carboncillo hicieron el resto. “Toma tu dote, es el precio del milagro que Dios te ha concedido”. Después le tallaron un retablillo y terminaron de policromar el boceto a lápiz (de autor anónimo) sobre el anterior. Retocado en septiembre de 1897, durante la guerra incivil fue respetado.

Virgencica de los Dolores

En la leyenda del Cristo del Escucha tendría cierta lógica que unos cristianos lo emparedasen en una vivienda particular en evitación de ser profanado si caía en manos sarracenas. Pero en un convento de religiosas, ¿qué sentido tiene un hecho similar?, ¿quién la ocultó y por qué? Misterio de la clausura, aunque verídico según testigos presenciales.

A comienzos del pasado siglo, una señora de la burguesía local, Carmen Sánchez, vivía en comunidad con el resto de las monjas, entre ellas una de sus hijas, sor María Molina Sánchez. Asidua al rezo en solitario, un día le dijo: “Oye, María, cuando subo al Coro oigo una voz que me dice, siempre a la misma hora, ¡Sacadme de aquí!”. Naturalmente, la tomó a broma. Tanto insistió que al final el “Sacadme de aquí” llegó a oídos de la abadesa, quien decidió salir de dudas. Con un martillo tanteó las paredes del coro alto hasta que, “debajo de la ventana donde está la polaquilla de la luz”, sonó a hueco. Se alarmó y reunió al resto de hermanas. Detrás de unos ladrillos gruesos que costó romper, apareció una hornacina pintada de azul con un cuadro de la Virgen de los Dolores: en relieve, de treinta centímetros, la cara y las manos de marfil, vestida de encaje y toca. Allí se quedó hasta que en la guerra la robaron.

Reliquias

Con sorpresa se preguntaba la comunidad por qué la gente comentaba con sorna que Santa Cándida era novia de San Valentín. Como la cosa va de “enamorados”, cabe recordar que finalmente ambas “reliquias” fueron arrojadas en 1936 a la noria del claustro septentrional.

Actualmente el recinto comenzado a construir en el siglo XVI está abierto a las visitas

¿Quién era y porqué en Las Puras? Santa Cándida sufrió martirio durante los primeros siglos del cristianismo. Durante el papado de Pío VI, su “sagrado cuerpo, con un vaso de sangre”, fue rescatado del cementerio Ciriaco y donado a Francisco Antonio Gutiérrez, superior de la Orden de San Agustín. En Roma residía Francisco de Sala, almeriense de dicha Orden y sobrino de Felipe Gómez Corbalán, “personaje distinguido y protector del Real Convento”, a quien le entregó tal reliquia. Y este a su vez a la comunidad, en 1778, el “hueso del antebrazo metido en una mascarilla de escayola”, estuvo depositado en el altar mayor, al pie de La Inmaculada, hasta desaparecer en el referido año 1936.

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