‘La Pasión según San Mateo’, de J. S. Bach

Semana Santa

Requiere una orquesta bien dotada de bastantes y buenos profesores y un doble coro a los que Bach confía su impresionante riqueza inventiva y su dominio de la técnica compositiva, todo al servicio del texto bíblico

Un músico interpreta ‘La Pasión según San Mateo’, de J. S. Bach.
Un músico interpreta ‘La Pasión según San Mateo’, de J. S. Bach. / Efe
Julio Gonzálvez

25 de marzo 2024 - 01:46

Desde los primeros siglos de la cristiandad, la narración evangélica dramatizada de la Pasión de Cristo ha constituido uno de los momentos centrales de la liturgia de la Semana Santa. En el ámbito musical, el género de la Pasión encuentra su culminación en la figura del compositor alemán Johann Sebastian Bach, que nos dejó para la eternidad “La Pasión según San Mateo” una de de las obras más portentosas y sublimes que haya creado el ser humano. La podemos comparar, además, con la grandeza de esa sinfonía de formas que dan vida a los frescos de la Capilla Sextina.

El oyente, tras su audición, se queda conmocionado, se siente liberado de la vida terrenal y asciende hasta el reino de la libertad absoluta, experimentando el estremecimiento sensual de verse sumido en un mundo superior donde se logra percibir el origen divino del alma humana. Este drama de la Redención, de la Vida y de la Muerte, se ha comparado de manera muy acertada con una perfecta catedral gótica: sombras profundas en las bóvedas, bellas fugas de líneas y de colores en las vidrieras, voces que se elevan en paralelo para entrelazarse en las crucerías; recogimiento y elevación, luz y armonía; y, al fondo, un retablo multicolor.

El oyente se queda conmocionado, se siente liberado de la vida terrenal

La “Gran Pasión”, como la llamó Anna Magdalena Bach, con sesenta y ocho movimientos, algunos de gran extensión, requiere una orquesta bien dotada de bastantes y buenos profesores y un doble coro a los que Bach confía su impresionante riqueza inventiva y su dominio de la técnica compositiva, todo al servicio del texto bíblico más importante de la iglesia de la Reforma.

Fue interpretada por primera vez el Viernes Santo de 1727 en la iglesia de Santo Tomás, cuando Bach llevaba ya cuatro años en Leipzig. Una gran partitura no solo debido a sus enormes dimensiones formales, sino a la complejidad de su composición, a su maestría técnica y al nivel de exigencia que plantea su ejecución, que excedía todo lo conocido hasta la época en materia de música sacra.

Cien años de olvido

Parece difícil comprender que en la época de Bach nadie sintiera el entusiasmo y el goce estético que hoy nos produce la audición de tan impresionante partitura. Tras la muerte del compositor, su música cayó en un profundo silencio. En el año 1829, un siglo después de su composición, el joven Félix Mendelssonhn, devoto admirador de la obra de Bach, rescató la partitura del olvido, convirtiéndose muy pronto en canon estético de la piedad religiosa en su grado de mayor sublimación.

Pero sucede que el rescate de muchas de estas obras del barroco se hizo en general con criterios que poco tenían que ver con las ideas originales y los resultados eran bastante discutibles. Resulta incomprensible de gran falta de rigor en la lectura de los manuscritos de J.S. Bach. Las consecuencias se han hecho sentir hasta que bien entrado el siglo pasado, importantes musicólogos lograron una comprensión profunda del concepto estético de estas obras dentro del contexto cultural de su época. No se trata de interpretar a Bach de un modo inhumanamente aburrido y pretendidamente fiel hasta el horror. La búsqueda de la autenticidad no está reñida con una pasión y entrega entusiasta, incluso no tiene por qué implicar necesariamente el empleo de instrumentos de época.

Hay un gran número de excelentes grabaciones disponibles en el mercado de esta obra maestra, pero debemos tener en cuenta los criterios interpretativos elegidos en cada caso. Una auténtica demostración de poderío musical, que siempre conseguirá fascinarnos y a la que acudimos fielmente, años tras año, durante la Semana de Pasión.

‘Réquiem’, de Mozart

Las obras maestras no cansan nunca. Cada vez que nos acercamos a ellas parecen nuevas, y suscitan la misma emoción que nos estremeció cuando las conocimos por primera vez. Además, siempre nos permite descubrir detalles, en los que no habíamos reparado, que enriquecen, como afluentes secundarios, el torrente de belleza que anega nuestro espíritu. Es lo que nos sucede cuando escuchamos el “Réquiem” de Mozart, esa sublime creación musical en la que el genio trabajó hasta muy pocas horas antes de su temprana muerte. Dejamos a un lado la leyenda romántica que envuelve la partitura, pues sabemos que el misterioso personaje enmascarado que la encargó no era un enviado del más allá, sino el Conde Walseg, quien quería presentar la obra como suya, es decir, que el “fantasma”, en el sentido coloquial del término, no era el mensajero sino el aristócrata que lo enviaba. Lo malo es que el pobre Mozart no conoció jamás el engaño y escribió aquella Misa de Difuntos convencido de que su muerte estaba próxima, lo que trágicamente fue cierto, hasta el punto de que tuvo que ser acabada por su discípulo Süssmayr, con los apuntes que dejó el compositor. Como no soy crítico musical, ni jamás me atreveré a aventurar un dictamen en este sentido, pero como muy aficionado que peina canas, y mozartiano devoto, tengo entendido, esa facilidad que tienen las melodías de Mozart, se torna en dificultad para quienes las interpretan, pues la cristalina limpidez del discurso sonoro hace que cualquier mínimo defecto sea percibido por el público. Esta es una clásica partitura para estas fechas. Imprescindible en la Semana de Pasión.

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