Hace dos años Sean Baker (Prince of Broadway, Starlet) llamaba al fin la atención de la crítica internacional con Tangerine, un concentrado drama urbano sobre una prostituta transexual y sus apasionados conflictos sentimentales rodado en las calles, esquinas y diners de Los Ángeles con un teléfono móvil que dotaba al filme de unas vistosas texturas saturadas e hiperrealistas. Elevado a la primera división de las nuevas promesas indies, Baker regresa ahora con más medios y celuloide en la cámara para colarse incluso en las candidaturas al Oscar (Willem Dafoe) con una nueva aproximación a la basura blanca y los colorines, esta vez en esa periferia fosforescente y descampada de los suburbios de Orlando, a pocos metros de Disneyworld, obvia metáfora y anverso del sueño americano.
A Baker le siguen interesando los desclasados y los marginados, en este caso una madre y una hija, ambas interpretadas por actrices no profesionales, que sobreviven al tedio y la ausencia de proyecto vital entre la venta de perfumes falsificados, el trapicheo y la prostitución en un motel de segunda regentado por un Dafoe que funciona como contrapunto y amable vigilante moral ante los comportamientos de sus inquilinos. The Florida Project posa así su mirada aparentemente distanciada, acrítica y objetiva sobre estos personajes y su rutina, con especial atención hacia esa niña, arrolladora Brooklynn Prince, que aspira a crear su propio espacio de juegos, libertad y evasión en un mundo adulto marcado por la marginalidad, la ausencia de autoconciencia y el acecho de los servicios sociales.
Una narración elíptica y una poderosa capacidad para observar el carácter artificial y espectral de todo ese entorno urbano que los rodea se convierten en las mejores bazas de Baker para llevarnos a través de una narrativa fragmentaria, episódica y débil donde lo importante son siempre los personajes y sus movimientos, su autenticidad indomable, su encanto outsider y sus contradicciones. Llegados al final de este trayecto y su (¿inevitable?) estallido dramático, y justo después del mejor regalo del filme en forma de lágrimas desconsoladas, un epílogo postizo, explícito y liberador subraya innecesariamente el mensaje (no tan oculto) de la película.
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