El valle de la esperanza | Crítica

El último verano libanés

Maryline Naaman en una imagen del filme.

Maryline Naaman en una imagen del filme.

Ambientada en el convulso Líbano de 1958, en pleno conflicto político-religioso entre facciones pro-arabistas y pro-occidentales y entre cristianos, musulmanes y drusos, El valle de la esperanza nos lleva hasta hermosa la región montañosa del Valle Sagrado, en el Este del país, por entonces un espacio aún tranquilo e idílico, para contar una historia de liberación y deseo femenino en el seno de la acomodada familia de un jeque local.

Nuestra protagonista, joven esposa y madre, presta los ojos y el foco a la mirada de este filme del franco-libanés Carlos Chahine interesado en rescatar los últimos momentos de cierta estabilidad y felicidad del país a través de una relación secreta con un médico francés recién llegado al pueblo con su madre (Nathalie Baye) desde Beirut. La película despliega así un retrato de roces y costumbres donde el peso del patriarcado y la tradición presionan y condicionan la vida de unas hermanas de espíritu libre y moderno que aspiran a poder salir de allí algún día y que sueñan con la gran ciudad, los estudios universitarios, el extranjero o una vida emancipada como horizonte de futuro.

Arropada por la belleza y la luz veraniega del entorno natural y narrada con buena cadencia, El valle de la esperanza es un nuevo relato de empoderamiento y rebeldía femenina construido desde el deseo y la voluntad de ruptura con la tradición. Didáctica y clara en sus propósitos y caminos, la película funciona siempre mejor en los momentos de intimidad de los amantes o complicidad entre mujeres que en los estallidos de conflicto o los ocasionales subrayados dialécticos.