Si otrora había que tirar de Emule y de diferentes páginas piratas para encontrar una de esas películas sobre las que había que extraer conclusiones para la asignatura de turno de la universidad (Ciudadano Kane la mandaban todos los años), ahora todo es más fácil con Netflix, donde se puede ver Billy Elliot. No hubiese acabado en ella si no hubiese tenido que hacer un análisis de la misma para observar, entre otros aspectos, cómo se presenta la expresividad corporal en los personajes. Rodada en 2000, trata la historia de Billy Elliot, niño que "siente la libertad" con el ballet. Antes de llegar al Royal Ballet School de Londres debe superar numerosos obstáculos relacionados con los prejuicios. Con su familia enfrascada en la huelga de los mineros del Reino Unido de 1984 en el condado de Durham, el crío se enfrenta a su padre y a su hermano, incluso a él mismo. "Bailar es de maricas", se dice y le dicen, no permitiéndole su progenitor ir al baile, ya que "los chicos van a boxeo". El mensaje es exactamente el mismo para aquellas niñas que quieren pegarle patadas a un balón, si bien los clichés se ven más en las películas que en la realidad. O al menos eso me dice la propia experiencia, comprobando cómo el trato es igual de respetuoso para un género u otro, avanzando una barbaridad en los últimos años tanto a nivel profesional como en categorías bases, con ligas íntegramente femeninas, aunque habría que preguntarse si ello es lo adecuado en benjamines, donde se ha hecho una competición de apenas tres equipos. Sea como sea, lo positivo es que, como ocurre en Billy Elliot, se aparcan arcaicos estereotipos y se avanza en la senda correcta, siendo necesario también una perspectiva real. Uno de los comentarios de barra de bar es por qué en la segunda máxima categoría nacional masculina hay sueldos bastantes más elevados que en la femenina. La respuesta es clara: no lo producen. Si todos consumiésemos igual un producto que otro, la queja ya sería entendible.

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