Las palabras de José Gomes tras el Almería-Leganés han sido el detonante para que España mire al VAR. Al VAR de los pobres, claro, el que nada tiene que ver con los titanes del fútbol. Ese sí está en boca de todos. Hay que rellenar contenido y sus decisiones son carnaza. Si son correctas o no es lo de menos. Sin embargo, resulta que a los equipos pequeños, a los del montón, esos en los que nadie se fija, también les aplican el videoarbitraje. Y rajadas como las del técnico luso, al menos, sirven para dar difusión al tema. Porque resulta que los cuatro supuestos en los que en sus inicios iba a intervenir el VAR abarcan la mayoría de acciones del fútbol. Ni blancos, ni negros, ni grises. Todo el círculo cromático. Así, los árbitros del VAR, ajenos a todo, lo mismo creen que un jugador merece la roja por una entrada normalita que consideran que hay piscinazo en un penalti de libro. Desde la soberbia que les da el ver todo repetido hasta la saciedad y a cámara lenta, condicionan al colegiado de campo y lo anulan. Han hecho que pitar sea tan fácil que, muchas veces, da la sensación de que el árbitro del césped ni se esfuerza. Que se deja llevar. El VAR está en todo. Y, cuando abres tanto el abanico, es fácil que se te rompa alguna varilla. El fútbol que conocíamos, del que nos enamoramos en nuestra niñez y con el que afianzamos nuestra relación en la adolescencia, ha muerto. Los goles no son iguales. Los penaltis se convierten en interminables esperas. Las manos se ven tantas veces repetidas que parecen clamorosas e involuntarias al mismo tiempo. Es un deporte mejorado en ciertos aspectos. No hay goles fantasma que lamentar ni agresiones que queden impunes, pero un juego con más castigos que indultos deja de ser un juego y pasa a ser un suplicio. Eso es el fútbol de hoy. Un suplicio. No se puede analizar hasta la saciedad cualquier mínimo lance de los que se producen. El VAR es muy útil en ciertos contextos. Hasta ahí. Para todo lo demás dejen jugar. En eso consisten los juegos.

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