Análisis

Antonio Jesús Saldaña Martínez

Domingo de Ramos para no andarse por las ramas

Desde pequeño el domingo de Ramos me ha fascinado. Por una vez, los niños podíamos enristrar ramos de olivo o palmas ¡y en Misa! sin que nadie nos llamara la atención. Además, era casi obligado que luciéramos trajecitos nuevos porque - en caso de no estrenarlos ese día - era señal de que carecíamos de manos. Sin embargo, cuando la razón ganaba terreno a la fantasía infantil, había un elemento desconcertante. Conforme avanzaba la liturgia de este domingo, el triunfalismo dejaba paso a la proclamación de la Pasión de Jesús. No lograba entenderlo. ¿Por qué pasábamos tan rápido de la victoria a la muerte de Jesús?, ¿Acaso tenía algo que ver el Cristo Rey con el Crucificado? Confieso que, llevado por insolencia pueril, llegué a pensar que el pobre sacerdote se habría despistado con la elección del pasaje bíblico.

Tuvieron que pasar años, con alguna reflexión seria de por medio, para profundizar en esta enseñanza de nuestra liturgia. Cuesta asimilar que el seguimiento de Jesús conlleve dificultades e, incluso, abierta persecución. Cierto que la naturaleza cristiana no es beligerante, pero nuestra fidelidad al amor de Jesús nos sitúa - irremediablemente - en primera línea de confrontaciones no buscadas. Esto es así porque su mensaje es extraordinariamente radical, con una inevitable vertiente testimonial, y porque el mandato del amor fraterno nos obliga a enfrentarnos a los poderosos; siempre que éstos pretendan imponer el interés de algunos contra el bien, los derechos o hasta la vida de los más débiles.

No se trata de obsesionarnos por los pecados ajenos. La vida cristiana es otra cosa: es caridad para con todos, anunciándoles la misericordia y adorar a Dios con todo nuestro ser. Sin embargo, no debemos ser ingenuos. En el mundo reina el Mal, es decir el pecado, y es factible que despertemos el rechazo. Los amigos de Jesús no podemos colaborar ni mucho menos entregarnos a ese Mal. El pecado existe, hiere nuestra naturaleza y al mundo entero. Y, además, una Iglesia que renunciara a su vocación martirial… dejaría de ser la Iglesia de Jesús. El ideal no puede ser, de ninguna manera, eludir constantemente los conflictos. Es ilusorio buscar un planteamiento de la fe que coexista con los valores del mundo, porque acabaríamos traicionándola y nuestra esperanza eterna carecería de sentido.

Este compromiso testimonial con Jesús, lejos de degradarnos a personajes belicosos, nos proporciona paz y alegría en el corazón. Jesús está con nosotros y ha prometido su asistencia para consolarnos en estas adversidades. La presencia de Jesús en nuestra vida nos conduce, inevitablemente, a vivir en y como él. No es compatible nuestra identificación con Jesús con posiciones ambiguas o tibias con respecto al amor. Todo cristiano tiene que poder decir con verdad «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. Estoy crucificado con Cristo, he dejado atrás la vida dominada por el pecado, lo que ahora vivo es una vida nueva, en comunión con Cristo, en la presencia de Dios, de modo que es Cristo quien vive y actúa en mí» (Gal 2, 19b - 20).

La maravillosa dinámica de este amor nos impulsa, mediante obras y palabras, al anuncio gozoso de la verdad de Jesús. Es nuestra misión hacer valer las bellas consecuencias del amor de Jesús, como efectivo principio de una sociedad verdaderamente humana. Es la más valiosa defensa para con los derechos de los pobres y lo que obliga a perdonar las ofensas recibidas. Solo viviendo de esta manera, alcanzamos la paz y la alegría que permite una vida feliz.

Ojalá este domingo de Ramos, en el que podemos volver a gozar con esos signos externos tan queridos, sea ocasión propicia para entender bien las consecuencias de nuestra fe en Jesús. Encontraremos entonces, en estos ramos festivos, un buen método para vigorizar nuestra fe de un modo personal y centrarnos en la esperanza eterna. Un

humilde antídoto para que, sin odios y devolviendo bien por mal, rechacemos someternos al dominio de este mundo. Un domingo de Ramos, en fin, para que no nos vayamos por las ramas.

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