La semana pasada salía a la luz el formato de la Copa Andalucía, teniendo dos equipos de la región del sur el premio de obtener sendos billetes para participar en la Copa del Rey 22-23. Sin ninguna duda un beneficio extraordinario, en el que bien harían diversos equipos marcarse como objetivo, además de los correspondientes ascensos o permanencias, intentar llegar lo más lejos posibles en estas eliminatorias. La singladura no es sencilla, teniendo que pasar media decena o docena (según la categoría en la que se esté) de rondas hasta llegar a ser finalistas de la Copa de Andalucía, traduciéndose en ese botín de la copa principal. Sin embargo, Rubiales no termina de 'romper' la competición, poniendo ciertos límites que hacen que la idea, magnífica, se quede en agua de borrajas. Uno de los puntos mejorables es el de los sorteos condicionados, cuando no debería haber más tutía: puros. Ni tener que disputar más o menos rondas dependiendo de la división en la que se esté. También está el tema de los campos, donde se paladea el verdadero sabor de la competición. Fantástica fue la decisión del Unionistas hace dos temporadas, cuando rechazó la opción de jugar en otro escenario ante el Real Madrid, haciéndolo en Las Pistas. Cambiar de feudo hubiese significado pingües beneficios en su economía, pero esos anhelos de fútbol de barro se demuestran con hechos y no con palabras. Imagínense que el Viator, por poner un ejemplo, va pasando rondas y se saca una plaza para la Copa del Rey 22-23. ¿La gracia completa sería jugar contra un equipo profesional en el complejo viatoreño o en el Mediterráneo? ¿Por qué no permite la RFEF jugar en determinados terrenos de juego?, ¿toma ese riesgo un peón del fútbol, con lo que supondría en su trabajo al día siguiente, y no lo puede hacer un jugador profesional con unos ingresos exponencialmente mayores? ¿Qué es lo que verdaderamente importa?

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