Los científicos que han dedicado su vi da a estudiar primero e intentar solucionar algún día lo que está ocurriendo desde mucho antes de que ocurriera venían advirtiendo desde hace tiempo de la inevitabilidad de una pandemia. A ciencia cierta ellos sí sabían que no contábamos con la inmunidad de la que nos creíamos acreedores. La población confía en que sus gobernantes hacen caso de esas advertencias y que con esa información disponen las medidas pertinentes. A esos expertos se les supone una independencia por encima de los gobiernos, investigan en sus laboratorios dotados con los mejores equipos sea cual sea el partido al que pertenece el presidente o el primer ministro. Éste deja el puesto tras una derrota electoral, le sustituye su adversario. El inquilino del palacio presidencial cambia. Un nuevo gobierno se pone al mando del país. Pero el progreso no se desvía, continúa su curso. Los expertos siguen con su labor porque no ven mermadas las condiciones de trabajo ni recortados los fondos con los que se financian sus indagaciones. Unos y otros, científicos y políticos, con prontitud y eficacia, evitan un destrozo masivo. Cuando las hay, las víctimas son algo excepcional y habitualmente recurrimos a la mala suerte para explicárnoslas a nosotros mismos, justificarlas y encontrarles un sentido. Si no puede ser de esa manera, apelamos a la imprudencia temeraria. En nuestro mundo, el occidental, siempre otorgamos a la pandemia una condición tercermundista, algo que azota al mundo, sí, pero en otra latitud, en otro hemisferio. Esas enfermedades contraídas en masa por una nación entera han ocurrido muy lejos y a etnias extrañas que siempre nos han sido presentadas por nuestros medios de comunicación acostumbradas -condenadas- a convivir con el peligro de extinción. Europa había sido un territorio abonado para la peste y otras epidemias en épocas ya remotas, cuando el continente era viejo de verdad, y para nosotros, los europeos, habían quedado reducidas a episodios para ser estudiados por los historiadores y sus alumnos y revisitados con mejor o peor fortuna en el cine y la televisión.

Todo esto, se ha demostrado, era una ilusión. Y el error al que ha conducido ha sido planetario. Ni los políticos hicieron caso de las advertencias de los expertos y por lo tanto no se tomaron las medidas a tiempo, ni los investigadores han podido trabajar en las condiciones más óptimas y no han podido mantenerse al margen de las oscilaciones del poder, ni los ciudadanos, miles de ellos víctimas, han sido informados con la claridad debida. En Europa hemos constatado que las pandemias no son un fenómeno antiguo ni únicamente africano o asiático. Nos convencimos demasiado pronto de que habían sido preocupaciones de la Sociedad de Naciones que no volverían, pero cien años después ahí está la OMS, exprimiéndose los sesos.

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