La final de baloncesto nos entregó a los televidentes más que un espectáculo, la versión de dos equipos, Argentina y España, que sin ser favoritos, llegaron a una final de Copa del Mundo en base a convencimiento, coraje, valentía, amor propio, y evidentemente, por encestar más que los contrarios. Para una persona como yo, cualquier resultado era bueno. Festejaría si ganaba uno u otro, aunque el hecho de que ambos equipos llegaran a la final, ya me era premio suficiente. Ni Estados Unidos, ni Serbia, ni Francia ni Australia. Argentina y España se jugaron en cuarenta minutos, la medalla de campeón del mundo. Las estadísticas favorecían ampliamente al equipo de Scariolo, por lo que restaba disfrutar de lo que sucedería dentro del rectángulo de juego. Ambos equipos dieron todo y Argentina cayó como un equipo grande. Los veinte puntos de diferencia (75-95) tal vez fueron demasiado castigo para el cinco albiceleste que apeló al carácter para reducir al mínimo la diferencia que a priori marcaba el quinteto español. Desde el comienzo del encuentro el campeón hizo la diferencia que mantendría durante todo el partido ante el nerviosismo del equipo sudamericano con Luis Scola anulado, fallón y resignado al que sería el resultado final. Nada que reprochar. Con 39 años y sin equipo, el ex jugador del Baskonia se preparó durante 14 meses a conciencia y en un pabellón adaptado en su campo de la localidad de Castelli a lo Rocky Balboa. Tras de él, el mismo que jugara con Ginóbili, Delfino o Nocioni, subcampeones en Indianápolis en 2002, prestaron servicios jóvenes valores como Campazzo o Laprovittola, talentos que hoy brillan en nuestra liga nacional. España, después de la corajeada ante Australia, jugó y ganó sin sufrimiento. Merecido triunfo que vale por dos. Campeones por segunda vez en la historia. Esto es más que una generación, son Ricky, Llul, Rudy y compañía.

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