En estos tiempos que corren, cuando lo más revolucionario es la búsqueda de la igualdad real entre hombres y mujeres, ellas nos siguen dando ejemplo de que el mundo en sus manos podría ser bastante mejor al que tenemos. Y si el fútbol es una representación, una pequeña muestra de lo que somos capaces de hacer las personas en la vida cotidiana, las chicas son un espejo donde debiéramos mirarnos. Si empezamos por la árbitra, su incidencia en el juego es casi imperceptible. Cobra lo que ve, si no tira de tecnología y ante eso no hay mayores discusiones. En plena disputa del mundial femenino de Francia, no he visto hasta ahora a ninguna colegiada que aspire a ser protagonista del espectáculo. Es la jueza silenciosa encargada de impartir justicia , como debe ser. Claro que para que esto suceda y no se tenga que recurrir al código penal futbolístico, las jugadoras, deben colaborar. Como en la sociedad donde vivimos, si los ciudadanos no contribuimos a mantener cierto orden y equilibrio, las cosas se pueden ir de madre. Y allí, esas veintidós futbolistas hacen lo que está en su mano (y en sus pies) para que todo transcurra dentro de la mayor normalidad posible. Por fuera, y aunque tal vez existan deshonradas excepciones que a veces las vemos en los torneillos locales, el público no se permite lo que sí sucede en el fútbol masculino. Me refiero a los insultos, las groserías, al hooliganismo socialmente aceptado durante 90 minutos dentro de una cancha. De eso también tenemos que aprender, porque nadie, con el DNI en la mano, va por la vida gritando o faltándole el respeto a los demás, porque esa es la sociedad donde no queremos vivir. Y entonces, allí, cuando lo que hacemos mal, ellas nos demuestran que puede hacerse bien, la reflexión es inevitable. En qué momento se nos fue de las manos. Por qué una persona va a un campo de juego como si fuera a la guerra y el de enfrente se convierte en su enemigo. Amigos. Miremos fútbol femenino. Tenemos mucho que aprender.

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