Después de siete años y seis temporadas, Gareth Bale regresa al Tottenham Hotspur, equipo que le lanzó a los grandes escaparates del fútbol mundial.

Gareth ha vuelto al lugar donde fue Bale, aquel correcalles que deslumbraba por potencia y velocidad en el equipo de la comunidad judía de Londres. El galés, primero de esa nacionalidad en vestir la camiseta del Real Madrid, se va cedido después de una largo periplo lleno de luces y sombras.

Responsable del fin de la carrera de Bartra en el Barcelona después de aquella galopada que le dio al Madrid la Copa del Rey, en este tiempo ha hecho goles decisivos en finales que representaban mucho más que eso. Si le arrebató una Copa del Rey al Barcelona, también privó al Atlético de Madrid de tener su primera Champions League en Lisboa 2014. Luego un doblete en aquella noche de las manos de mantequilla de Loris Karius en otra final, esta vez contra el Liverpool en una fría noche en Kiev.

También allí, esta vez un portero, debía hacer las maletas como consecuencia de una maniobra del delantero. Probablemente Marc Bartra y Loris Karius recuerden más que nadie al que llevaba el once en la espalda del equipo de Concha Espina. Pero ese puñado de goles importantes, no han podido acallar las voces que sobre todas las cosas han criticado su falta de compromiso con el escudo.

Más allá de las constantes lesiones que ha sufrido el jugador, nada le ha impedido acudir en sus citas con Gales, a sus partidas de golf, a sus espantadas del estadio mientras sus compañeros se juegan una liga, su prismático simulado con los dedos sentado en la grada, ajeno a lo que pasa dentro del terreno de juego.

Bale es el claro ejemplo de un jugador para el que jugar, parece ser lo de menos. Sus mejores años los ha pasado en la grada o en el banquillo, cobrando. Se quiso ir gratis y acusó al club de ponerle las cosas difíciles. Esa ha sido la gota que colmó el vaso. Como a tantos otros, la historia lo juzgará.

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