Cuando ejercía como periodista deportivo, no me gustaba aprovechar que tenía el contacto de un futbolista para mandarle el clásico mensaje de felicitación en la victoria o de condescendencia en la derrota. En zona mixta, me limitaba a preguntar con una grabadora. Pocas veces mi actividad verbal trascendió eso. Me tranquilizaba mantener distancia entre tantos intereses y amiguismos. Y, sobre todo, temía convertirme en el típico pesado que les da la turra a los profesionales del fútbol, fruto, este miedo, de la infantilización a la que nos somete este deporte, que nos trata como atolondrados niños en un sobrio mundo de adultos que no comprendemos. No te excedas con el jugador, que molestas. Él es un ente superior que se diferencia de ti por su innata capacidad de dar patadas a un balón y no está para tus tonterías. Todo se institucionaliza para acceder a él. Pides permiso, el jefe de prensa se lo piensa y, con suerte, arañas una entrevista de cinco minutos. Eso si no necesita concentrarse. La imagen del futbolista en un estado de introspección, mentalizado día y noche. Cualquier mínima perturbación perjudicaría su rendimiento. El jueves, tras la derrota de España, muchas críticas se centraron en que Luis Enrique dedica una hora diaria a Twitch en lugar de pasar ese rato trabajando. No sabemos en lo que el seleccionador emplea las veintitrés horas restantes, pero es insuficiente. El aficionado, aniñado, compra este argumento y lo expone ante sus conocidos en sus ratos de ocio, esos que él sí puede tener. Y es que, aunque sepa de sobra que el futbolista tiene horas libres, no lo acepta. No quiere verlas. Necesita tratar al profesional del fútbol como un ente divino. Necesita poner barreras entre el que marca goles y el que los jalea. Necesita ser el niño que mira embobado a unos adultos idealizados. Los jugadores, encantados. Cada vez están más protegidos. Los periodistas, entregados a este discurso superficial. Su trabajo se torna mucho más fácil.

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