N OSllegan imágenes crueles desde Afganistán, como ataúdes comprimidos que bogan en un mar que anuncia una tormenta letal. En ellas aparecen personas secuestradas por el pánico, por el horror de verse frente a los talibanes de nuevo, atenazadas ante la dramática constatación de que han recuperado sus calles, desplegando su cotidianidad sombría y amordazada, recluyendo a sus mujeres, despreciando derechos elementales, buscando casa por casa a enemigos a los que ajusticiar en público, sin pudor alguno, convencidos de empuñar una verdad indiscutible.

El mundo enarbola declaraciones grandilocuentes, proclamas para salvaguardar lo que saben a ciencia cierta que ya no tiene remedio, porque en el tiempo de los talibanes no existen ni los derechos humanos, ni el respeto, ni tan siquiera el concepto de otredad digna. Resulta complicado imaginar qué va a dialogar la UE con ellos.

Se ha dicho que para entenderlos es necesario retrotraerse a la Edad Media, por su dogmatismo y su escaso aprecio a la vida ajena. Pero esa apreciación, cuando menos, me parece imprecisa. Los medievales tenían principios que abarcaban a toda la población. El sistema feudo-vasallático obligaba a los señores a cuidar de sus siervos, los sometía a ciertas reglas de coexistencia. Hasta el fervor religioso medieval no conducía inexorablemente al fanatismo sistemático e, incluso, permitía una relativa coexistencia con otras confesiones. En Al-Andalus, musulmanes, cristianos y judíos convivieron durante ocho siglos, con sus altibajos, naturalmente, pero dentro de una misma sociedad que reservó espacio para cada uno de ellos. No, el tiempo talibán es más atávico, se pierde en la esquina más primitiva de la Noche de los Tiempos, cuando la racionalidad apenas era perceptible.

Ahora que está de vuelta el horror, no conviene olvidar quién lo alumbró en silencio, quién lo acunó con sigilo e, incluso, quién lo enalteció ante ojos incautos. En Rambo III (1988), el irreductible soldado norteamericano encarnado por Stallone, se siente obligado a abandonar su retiro monacal. El deber lo lleva a intervenir en Afganistán para expulsar a los soviéticos. Por supuesto que él solo ridiculiza a todos los soldados del ejército rojo con los que se cruza, gracias a lo que finalmente consigue una victoria heroica. Hololywood no reparó en munición fílmica. En 1990 el Guiness la calificó como la película con más violencia de la historia. En su secuencia final figura una sentida dedicatoria a los patriotas muyahidines que, al otro lado de la pantalla, luchaban por liberar su tierra. Excuso decir que esas cosas nunca son azarosas. Además de recaudar 287 millones de dólares, convencía a millones de espectadores de la heroicidad de los entonces muyahidines.

En tiempos de Guerra Fría parecía valer todo para debilitar al enemigo soviético, incluso si ello significaba apoyar y enaltecer a los talibanes. Las consecuencias de esa irresponsabilidad se pagan ahora, en Afganistán primero, no sabemos si luego en el resto del mundo.

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