Del Aníbal al aula dei

Las escenas conservadas muestran ya a un pintor en plenitud, con un lenguaje personalísimo y una invención magistral

Del primer Goya se sabe bastante poco. La escasez de obras y documentos de esa época inicial ha motivado que, con frecuencia, muchos estudiosos hayan afirmado de forma precipitada que fue un pintor de escasa precocidad y que solo con el paso del tiempo, en la madurez, alcanzó grandes logros y la genialidad. Las pocas obras seguras de su juventud contradicen esta afirmación. Sabemos que se formó con el mediocre José Luzán, pintor zaragozano tardobarroco, y que después se incorporó como aprendiz de Francisco Bayeu, quien acabaría convirtiéndose en su cuñado. De esta época apenas hay dos o tres obras con seguridad de su mano, una Aparición de la Virgen del Pilar a Santiago y una Sagrada Familia, que adoptan los modos de Bayeu pero ya en época tan temprana, con apenas veinte años, los superan muy ampliamente, con un sentido estético y diseño muy superiores, un refinado colorido y una ejecución de maestro consumado. Tras fracasar en los concursos de la Academia de San Fernando en los que Bayeu apadrinó a su mediocre hermano Ramón -de la misma edad que Goya-, nuestro pintor marchó por su cuenta a Italia para admirar las obras de los grandes y aprender la técnica del fresco. Allí se influenció de artistas contemporáneos como Tiépolo o Giaquinto; especialmente de este último, tal cual se aprecia en el cuadro Anibal vencedor que presentó al concurso de la Academia de Parma en 1771, con el que ganó un segundo puesto. Ello motivó que, a su regreso a Zaragoza, el cabildo del Pilar le encargara un gran fresco: La adoración del nombre de Dios. Presentó un magistral boceto al óleo, para después ejecutar el gigantesco mural con una ferocidad plástica inusitada para la época; visto desde lejos es un equilibrado techo barroco, pero en detalle es una aventura informalista alucinante. Entre 1772 y 1774, antes de su marcha definitiva a Madrid tras su matrimonio con Josefa Bayeu, Goya ejecutará el ciclo mural de la vida de la Virgen en la Cartuja del Aula Dei. Las escenas conservadas muestran ya a un pintor en plenitud, con un lenguaje personalísimo que ha asimilado lo mejor de Tiépolo y anuncia un clasicismo romántico que admira los hitos de la Antigüedad. Una capacidad de invención magistral, la audacia compositiva, la simplificación formal y el poderoso diseño de los personajes colocan a este ciclo como lo mejor que en pintura se hizo en esos años en España. En La Visitación y Los Desposorios Goya se mide a sus veintiocho años, de tú a tú, con lo mejor de la pintura europea de la época.

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