De Gobiernos e Ínsulas

gONZALO aLCOBA gUTIÉRREZ

Pequeño corazón roto

Cada poco, las pobres conciencias de occidente reciben el golpe de una imagen igual en una playa o en un puerto

Un hombre joven, vestido con pantalón reflectante, clava la rodilla en una inmensa y gélida llanura de asfalto; la instantánea plasma el movimiento urgente de su cuerpo, su imperiosa voluntad. Los pies, flexionado el extremo del calzado, le permiten adaptar el tronco firme, atlético, adornado con la cruz roja de la salvación, al cuerpo yacente al que ase con apremio. Con la fiera determinación del sanitario, decidido a salvar la vida de Nabody, contrasta el cuerpo estático y minúsculo de la pequeña, de 24 meses; su rostro ligeramente virado, el bracito, envuelto por su manga de algodón, subraya el dramatismo de la escena, porque cae sin fuerza ni dominio, sobre el suelo hostil del mundo libre. Es la primera fotografía de la muerte lenta y mezquina de una niña maliense, que empezó a dejar de existir el martes pasado en Gran Canaria.

Hombres y mujeres que no aspiran a ser conocidos ni reconocidos ampararon con su cuerpo a la bebé, que había sufrido una parada cardiaca bajo el cielo helador del Atlántico y lograron despertar su minúsculo corazón cansado. Pero no fue suficiente. Nabody ha muerto hoy y de ella solo han quedado huellas fragmentarias de su historia, un nombre poco acostumbrado y una terrible colección de fotografías sobre el control de fronteras, la migración ordenada, los intereses de España y otros estúpidos circunloquios al respecto de la vergüenza Cada pocos meses, las pobres conciencias de occidente reciben el golpe de una imagen semejante en una playa o en un puerto. La sociedad autocomplaciente que formamos reacciona entonces ante el estímulo con una ligera convulsión, como si recibiera una descarga. Es como si orientáramos una potente linterna hacia la pupila grisácea de un ciego o como si diéramos una fingida caricia sobre el miembro amputado de un tullido. Somos un cuerpo muerto, pero nuestra conciencia mutilada aún conserva un reflejo de aquella forma de sentir por los demás, de sufrir por los que sufren. El tullido alberga una ilusión fugaz de tocar otra vez la extremidad desaparecida. Pero no tardará en descubrir que de ella solo resta un misterioso destello escondido en el cerebro. A nosotros, que no tuvimos el valor de acoger a Nabody, que la obligamos a cruzar el infierno para sobrevivir, solo nos quedan los hombres y mujeres sin rostro que corrieron a salvarla. Ellos son ese fulgor efímero, la única esperanza que nos queda.

(A todos aquellos a los que negamos el pan)

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