Los largos paseos por las playas desiertas, bajo un atardecer luminoso, horadando la arena húmeda con sus pies descalzos, le dejaba en el alma un poso de melancolía que le encogía el corazón. Era así siempre, un año tras otro, cuando el bullir de la vida veraniega dejaba paso al latir lento y acompasado de las horas, se instalaban en él dos emociones encontradas: la necesidad de volver a la rutina, de vivir de una forma más previsible, y esa sensación de pérdida de algo intangible, que le acongojaba sin saber a ciencia cierta por qué sentía esa tristeza. Cuando el tiempo no acompañaba, daba un paseo por los jardines, en cuyos árboles se reunían al atardecer decenas de pájaros que llenaban el espacio con sus cantos alborotados, como niños traviesos que se resistían a irse a la cama. Por el césped veía a los perros dando el último paseo de la tarde, corriendo juguetones entre la hierba, sabedores de que pronto regresarían al hogar para tumbarse sobre la alfombra, mientras sus dueños se preparaban para el día siguiente. El suelo comenzaba a alfombrarse de hojas muertas, y una leve brisa otoñal las movía de un lado a otro, dibujando toda suerte de figuras, que competían con las que formaban las nubes algodonosas que cubrían un cielo violáceo de luz cenital. Esos días, al volver a su casa, no podía resistir la tentación de coger entre sus manos aquella caracola gigantesca, que algún donante olvidado le regaló hacía tantos años, que se perdía en su memoria cómo llegó a su vida. Ponérsela en el oído y escuchar el bramido de las olas en la tormenta, era un bálsamo para él, incluso, si ponía mucha atención, podía sentir el canto de las sirenas. A pesar de los muchos años que peinaba, su imaginación se desbordaba cuando la cogía y le parecía que seguía teniendo sabor a mar, como si en su interior inhabitado, aún albergase la esencia de las aguas que la vieron nacer. Hoy la mar estaba en calma, los últimos rayos de sol se posaban sobre sus aguas cristalinas, y un mínimo oleaje iba dejando un festón delicado de blanca espuma que él se empecinaba en pisar, enfadado sin saber por qué, como la pataleta de un niño travieso. Deseaba un verano eterno, echaba de menos el bullicio de la gente con sus sombrillas, sus tumbonas, niños jugando en la arena, la música del chiringuito que llenaba el ambiente con el olor penetrante de las sardinas, incluso el sol lacerante que los empujaba a meterse una y otra vez en el agua, buscando su frescura reparadora. De otro lado, necesitaba su mullido sillón junto a la cristalera, con un libro entre las manos. Pensando que no podía luchar contra sus propias contradicciones llegó a su casa, cogió su caracola, y poniéndosela al oído se tranquilizó escuchando el canto de las sirenas de mares remotos. Aunque allí no le esperase Penélope, él se sintió Ulises de regreso al hogar.

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