Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

El barco de moscas

A Matías le había explicado algo de eso su hijo Vitoriano que se dedicaba a investigar esas cosas

Matías Pérez pasaba maquinalmente la bayeta por encima de la barra, vacía y solitaria. A través del ventanal del fondo se percibía calma la línea del mar en el horizonte. Seguía sin haber noticias del barco que había ido a cazar moscas al Caribe, una de esas ideas peculiares por la que se conoce a la gente de aquellos pagos. Sonreía recordar la ocurrencia que se había fraguado allí mismo, una noche en que el ingeniero les explicó que habían fumigado todas las moscas que polinizaban las chirimoyas. Fuera, en la mesa de la terraza, Antonio y Manuel apuraban al sol una mañana más de jubilación. De vez en cuando se terciaba un café, un cigarrito o hasta una copa de brandy. Pero, sobre todo, conversaban de la pandemia, como todo el mundo en estos días. A este paso no los iban a inmunizar nunca. Las farmacéuticas enviaban las vacunas que les parecía bien, incumplían sus compromisos, las desviaban a otros sitios donde les pagaban más y mejor, sin que Bruselas ni hicieran nada ni validara otras que llevaban tiempo funcionando por otros países. Mientras todo eso sucedía, los inundaban con datos que, al final, solo indicaban que estaban rodeados, que había virus pululando sin descanso y que parecía no tener fin. Llevaban un año así. Lo de menos era el latazo de la mascarilla, o incluso el quedarse en casa. Lo realmente angustioso era el desconcierto, el que la vacuna se hubiera convertido en un espejismo que no se alcanzaba nunca. A Matías le había explicado algo de eso su hijo Vitoriano que se dedicaba a investigar esas cosas. Fue la última vez que pudo ir a visitarlo un fin de semana desde Labruna, antes del asunto de los cierres perimetrales. Vitoriano decía que era una inmoralidad más. Conseguir una vacuna exitosa en meses había sido un logro indiscutible de la ciencia, de toda la ciencia, no de la industria farmacéutica. No habría sido posible sin la inversión de los estados, sin la investigación básica en la que apoyarse, sin toda una sociedad detrás alentando a los científicos Todo ese conocimiento, ese empeño y ese esfuerzo ahora quedaban en manos de la industria para que fuera administrándolo, conforme lo convenía a sus cuentas de beneficios.

Matías no sabía de esas cosas. Pero en su cabeza no entraba que un hijo engañara a un padre; menos aún Vitoriano, que siempre había sido muy listo y muy juicioso. Volvió a pasar el paño de nuevo sobre la barra. Era una rutina casi inconsciente, una parte más de un mundo que le resultaba cada vez más extraño. Añoraba la mar. De buena gana se embarcaba de nuevo, ponía rumbo a algún sitio con la excusa de cazar moscas y no volvía nunca más a esta tierra imposible.

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