HACE diecinueve años y un día, en la madrugada del 9 a 10 de noviembre de 1989, asistimos a la caída del Muro de Berlín, del muro de la vergüenza. El colapso de la Unión Soviética, que tuvo lugar dos años después, fue el más claro ejemplo de que el sistema comunista no llevaba a ningún sitio. Por aquellos entonces, un muro dividía a Berlín en dos partes: la República Federal Alemana (RFA), apoyada por el mundo capitalista occidental; y la República Democrática Alemana (RDA), que estaba bajo el amparo de la URSS. Al igual que la Guerra Civil Española fue un conflicto entre hermanos, donde nos desangramos todos (aunque algunos hablan ahora de buenos a los que hay que recordar y malos a los que hay que juzgar, pese a que estén ya muertos), con este muro las familias alemanas quedaron divididas casi de por vida. Y el fútbol teutón, también. Así, durante varios Mundiales, RFA y RDA tenían diferentes selecciones. Todavía se siguen emitiendo imágenes de aquel famoso gol de Sparwasser (RDA) en la Copa del Mundo que se celebró en tierras germanas en 1974 y que fue un hito histórico en la zona este. Tanto la Alemania capitalista como la comunista tenían sus propias ligas, siendo la del oeste más potente. Tras la unificación el único conjunto de Alemania del Este que sobrevive en la Bundesliga es el Energie Cottbus, colista con seis puntos en doce jornadas disputadas. La liga de la RDA, la DDR Oberliga, se disputó entre 1949 y 1991. Ese año sólo dos equipos se integraron en la competición de la RFA: Hansa Rostock y Dinamo Dresden. Las exigencias económicas, para una zona más pobre como era la del este, no permitieron hacerlo a los demás. La huida de jugadores históricos (Mathias Sammer, Ulf Kirsten, Andreas Thom o Thomas Doll) resultó inevitable. Pocos orientales como Michael Ballack, nacido en Gortliz y criado futbolisticamente en el Chemnitzer, han logrado triunfar en el deporte rey.