Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

Una confusión olímpica

Aalbert Null le temblequeaba el ala izquierda de la nariz, como una ametralladora compulsiva. El resto del cuerpo no lo sentía, estaba paralizado. Iba avanzando, lenta y difícilmente, apoyado en su mujer, como el ciego guiado por un lazarillo. Durante más de tres décadas había prestado incontable servicios políticos al país. Empezó, siendo apenas un adolescente, suministrando botellines de agua y bocadillos a los compañeros que ejercían como interventores en las mesas electorales. Debió ser emocionante ese primer contacto con la maquinaria del partido, aunque era un período que recordaba entre cierta bruma. En cuanto terminó de estudiar empezaron a llegar las primeras responsabilidades. Fue concejal de festejos en su pueblo y miembro de la comisión de agricultura en la Diputación Provincial. No mucho tiempo después llevó la Dirección de Educación, antes de ejercer como presidente-comisario de una universidad recién creada. De ahí dio el salto a mayores encomiendas: ejerció como autoridad portuaria en dos poblaciones del Mediterráneo, fue director general de Obras Públicas, subsecretario de Hacienda, gerente de la empresa nacional de celulosa, coordinador del plan estatal de minería y, finalmente, presidente de la Candidatura Olímpica de Labruna. Hay que reconocer que en esta última encomienda tuvo mala suerte. Albert Null lo tenía previsto todo al milímetro, la pista del slalom y los saltos de esquí, los recorridos para la pruebas alpinas, el circuito de bobsleigh y el pabellón para el hockey y el patinaje sobre hielo. Solo cometió el desliz de no caer en que Labruna es puerto de mar. Le habían encargado una olimpiada de verano. Fue entonces cuando el partido decidió concluir con su historial de despropósitos en ni se sabía cuántas administraciones. Sencillamente, nunca había sido una luminaria, pero la confusión de olimpiadas rebasó la paciencia del aparato. Así que decidieron devolverlo a la vida civil. Y ahí estaba, con el tableteo de la nariz y el hormigueo de los labios bajo la barba, mirando fijamente la puerta del aula a la que inexorablemente se aproximaba. Con la mano en la espalda, iba su mujer, empujándole con suavidad, mientras le mentía susurrante al oído. Le insistía en que siempre había sido profesor, un docente muy brillante, aunque ambos sabían de sobra que no había impartido una sola clase en su vida, acogido a la excedencia que le suministraba la política. Finalmente, con el alumnado un tanto impaciente, sorteó la tarima y le alcanzó para apoyarse en la mesa del profesor. Prefirió no mirar a quienes estaban sentados con el bolígrafo en la mano y un papel en blanco. Tampoco era tan distinto de la política. Se trataba de leer algo que le habían redactado, un discurso, una clase, qué más da. De manera que, sin más dilación, empezó su charla sobre Fernando VII. Alguien había vuelto a confundirse. Albert Null impartía oficialmente docencia en química analítica.

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