Comunicación (im)pertinente

Francisco García Marcos

El cruzado incomprendido

Hubo momentos en que el magistrado llegó a dudar si juzgaba a un demente o a un delincuente, sin más

Fueron necesarios varios policías para reducirlo y meterlo a empellones por la puerta de Brians. Jorge estaba hecho un demonio, pateaba todo lo que encontraba a su paso, cabeceaba contra cualquier cuerpo próximo, escupía en todas las direcciones reales o imaginarias. Y, sobre todo, proclamaba ser víctima de un ultraje infame, fraguado por judíos, masones y socialistas. Él exigía que lo condujesen a una mazmorra, con grilletes también en los tobillos, al ritmo marcado por la fusta de los alguaciles. Primero fue prohibirle el yelmo y la cota. Después le retiraron el uniforme de cruzado, con el olor a Tierra Santa incrustado entre sus hilos. A continuación, tuvo que ponerse una corbata ridícula, un traje sin capa y viajar en un vehículo con volante. Pero confinarlo en una penitenciaría moderna lo rebasaba todo. Su lugar legítimo era una mazmorra, desde la que aspiraba a la consideración de mártir de la fe. Hubo momentos en que el magistrado llegó a dudar si juzgaba a un demente o a un delincuente, sin más. Solo que encima de su mesa había un fajo rebosante de documentación que corroboraba todos los cargos: malversación de fondos públicos, abuso de autoridad, obstrucción a la justicia, cohecho, todo un rosario delictivo. Era muy probable que Jorge fuera un demente, pero que se había comportado como un malhechor resultaba incuestionable. Así que, para empezar, lo más saludable era su ingreso en prisión. Después, que los psiquiatras dictaminaran qué tipo de rejas se le acomodaban mejor.

No dejaba de ser paradójico que aquel ser medieval disfrazado de ciudadano del siglo XXI hubiera sido el vértice máximo de la policía del país. Durante el ejercicio de su cargo siempre apuntó grandes maneras. Condecoró a la Virgen de los Dolores o preparó a las fuerzas del orden para combatir al diablo, entre otras cosas. Tanto fervoroso esfuerzo debió agotar sus reservas éticas para el resto de los asuntos, hasta el punto de terminar sentado en el banquillo de los acusados. Naturalmente, una parte sustancial de la anomalía que fue su ministerio apuntó directamente al presidente que lo nombró y lo mantuvo. Pero, por desgracia, había una causa más recóndita, también más dura de asumir. Los responsables últimos de que sujetos oscuros y estrambóticos rijan los destinos de un país no son los presidentes, sino los ciudadanos que, elección tras elección, los mantienen en un sitio que no merecen, con una confianza que despilfarran.

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