En un intento de evitar controversias con la ciencia, algunos teólogos modernos defienden que la Resurrección de Cristo habría sido más bien simbólica. Según éstos, con tal tradición se trata de expresar la idea de que la vida no acaba con la muerte. Muere la carne, pero el espíritu permanece. En sus razonamientos sostienen que Jesús sigue vivo, aunque sólo en el sentido indicado: después de morir como todos nosotros, su alma se fue al cielo; su cuerpo se descompuso; no hay nada de sobrenatural en la leyenda de una sepultura vacía que, para ellos, resulta falsa o irrelevante.

Frente a esa visión complaciente, vuelven a resonar las palabras honestas de Pablo: "Si Cristo no resucitó, vana es nuestra esperanza". Si Cristo es uno más, si su Resurrección se estrecha hasta encajar en la común inmortalidad de todas las almas, entonces el núcleo de su mensaje empequeñece, se enclaustra en la peripecia de un rabino que provocó a la religión de Moisés al defender que judíos y gentiles son hijos del mismo Dios Padre.

Es en la colisión entre ambos enfoques donde se inserta la llamada cuestión del sepulcro vacío. Por supuesto éste, por sí solo, no es suficiente para demostrar la Resurrección del Mesías. Pero sí necesario: ¿qué clase de Resurrección sería aquélla en la que un cadáver presente argumenta el éxito de la muerte? Hay, además, numerosos indicios que hacen inverosímil la farsa de unos discípulos que, escondiendo sus despojos, inventan la gloria de su Maestro. Y queda, claro, la narración de sus apariciones posteriores en cuerpo y alma. Pero éstas, en cuanto que se sustentan en textos de parte, pierden fuerza probatoria.

Al cabo, la ausencia de un cuerpo sepulto es presupuesto esencial de lo verdaderamente importante: que Jesucristo no conoció la corrupción. Producida ésta, la muerte triunfa. De ahí la trascendencia del sepulcro vacío en el anuncio de la Resurrección. Quizá por eso, entendiéndolo básico, jamás han cesado los intentos de hallar su cuerpo inánime y corrupto. No ignoran -nosotros tampoco- que, de lograrlo, ya nada sería igual: si Él no ha derrotado efectivamente a la muerte, su doctrina se aproxima, en valor y en verdad, a la de otros muchos líderes espirituales. No es ésa nuestra fe: Jesucristo sometió a la muerte, eludió la podredumbre y continúa existiendo como Dios y como Hombre. Es lo que hoy nos alegra: la victoria del Único que hace concebible y anima la victoria de tantos.

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