Comunicación (im)perinente

Francisco García Marcos

La entronización de la emperatriz

Como decía Alberti, yo era un tonto y lo que he visto en el mundo me ha hecho dos tontos

Satisfecho el chambelán Rodríguez levantó la vista para observar complacido la primavera, desprendiéndose como lluvia de copos claros y templados, posados con suavidad acompasada tras la ventana de su despacho en la Puerta del Sol. Cerró los ojos, inspiró sereno y se permitió reposar la cabeza un instante. Todo estaba dispuesto. El ujier acababa de llevarse el programa para la ceremonia de entronización de la emperatriz Isabel. No había sido complicado en exceso; bastaba con reflejarla, en su indisimulada e innegociable esencia. Abrirá el desfile una cuerda de esclavos podemitas, titilando sus grilletes al compás de los latigazos de la guardia autonómica, ataviada de gala para fustigarlos con sorna. Tras su paso, una fila de pajes irá tapizando el recorrido con pétalos de rosa perfumados. Otra compañía, ataviada con el uniforme oficial de chulapos y manolas, repartirá latas de Mahou con pinchos de tortilla entre la plebe congregada en torno a la comitiva. Después, la banda municipal amenizará la marcha con los compases de Doña Francisquita, tras lo que aparecerá la comitiva de bufones. El chambelán Rodríguez no estaba muy convencido de esta parte. Él hubiera preferido una sobrio desfile de recios gastadores o, si había que incluir algo más festivo, una cuantas majorettes. Pero la Monasterio insistió en la idea, incluso en participar ella. No le quedó más remedio que mostrarse condescendiente, aunque solo fuera para que se sintiera alguien en aquella corte. De manera que habrá bufones, ataviados con sus camisas pardas, sus esvásticas y toda aquella parafernalia importada. Después, sí, será el momento en que irrumpa la emperatriz, bien aposentada en su trono, en andas y bajo palio, con una cuerda de costaleros rojos trasladándola con solemnidad sacra. Al llegar a la puerta de La Almudena, antes de jurar ante Dios, su excelencia tomará la sagrada tea para prender en pública hoguera todos los cuadros de Francisco de Goya y Lucientes, infame masón que osó profanar Madrid. Un gesto cargado de simbolismo nunca está de más en estas ceremonias. El chambelán Rodríguez hizo sonar la campanilla. Iba siendo hora de tomar un aperitivo, aunque fuera una copita de champán con algún canapé, ostras, caviar, o algo así. Solo le quedaba un resquicio de intranquilidad. Había dado instrucciones muy explícitas a los torturadores para que no se les fuera la mano en las mazmorras con el Gran Wyoming. La emperatriz Isabel estaba empeñada en que ejerciera de speaker oficial del acto, algo así como un escarnio público ante el populacho. Bien pensado, no dejaba de tener cierto aroma romano. Según el albur de la plebe, su excelencia decidirá indulto o fusilamiento, recuperando costumbres tradicionales, tan arraigadas en la patria que vuelve a amanecer. Lo peor del asunto es que esta vez lo hace con un montón de votos detrás.

Como decía Alberti, yo era un tonto y lo que he visto en el mundo me ha hecho dos tontos.

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