Quico Rivas ‘again’

Quico Rivas ‘again’

En la desembocadura de la calle Amor de Dios con la Alameda de Hércules de Sevilla, muy cerca del antiguo Café Maravillas que frecuentaba la aristocracia flamenca, existió un despacho de quinielas y apuestas deportivas que derivó en una especie de abacería. Chispitas era su nombre. Allí entramos una vez Quico Rivas y yo a tomar algo en la primera mitad de los setenta. Entre las muchas cosas que abigarraban las paredes había un letrero que rezaba: “Daremos que hablar”. Se lo señalé y le dije que deberíamos comprarlo para adornar la puerta del piso que compartíamos entonces en una casa de la calle Santa María la Blanca. Era una balandronada propia de la ingenua soberbia juvenil, pero la verdad es que en su caso la premonición ha cristalizado y se ha cumplido con creces. Ha dado mucho que hablar, y lo sigue haciendo.

Amigo eterno desde la infancia al que agradezco no pocas cosas, fallecido en 2008 a los 55 años, este sevillano de adopción nacido en Cuenca fue protagonista de una reciente exposición antológica en el Espacio Santa Clara en 2018 que puso de relieve la importancia de su talento creativo en el campo del conocimiento crítico de las artes plásticas, las vanguardias literarias y de un heterodoxo activismo político. La muestra, dirigida por Esther Regueira, llevaba el expresivo título de Una continua maquinación. No se podía haber escogido mejor. Agitador de inagotable capacidad, contribuyó decisivamente a renovar las escenas artísticas en la Sevilla de los setenta en compañía de Juan Manuel Bonet, pareja que demostró una brillante precocidad en las páginas de arte de aquel Correo de Andalucía del padre Javierre y como comisarios del Centro de Arte M-11 que promovió el añorado Manuel Salinas, proyecto efímero de altos vuelos. Una labor que continuó en el Madrid consiguiente, hasta el punto de ser considerado uno de los armadores de la agitación cultural de esos años. Editor y comisario de muchas aventuras brillantes pero muy poco rentables para su disgusto, estudioso de personajes marginales, escritor, pintor por afición y poeta, vuelve a ponerse de actualidad con una exposición de sus collages en la galería Guillermo de Osma de Madrid (14 septiembre-3 noviembre) y con dos libros de próxima aparición sobre su agitada vida y sus obras, que estaban indisolublemente soldadas. Me refiero a Quico Rivas. Por una revolución de la vida cotidiana de Fran G. Matute, excelente y documentado recorrido por su andadura, y otro de Esther Regueira, dispuesta a cumplir con el encargo que el propio Rivas le hizo en vida y poner el colofón a su exhaustivo trabajo de investigación sobre su figura.

Siempre se ha destacado su capacidad para tejer espacios de confluencia, algo conocido y compartido por todos los que lo trataron, y me viene al pelo un texto suyo recogido por Matute que describe su afición al enredo: “Quizás el único papel que puedo reivindicar [en la Movida] es el de haber presentado a gente que hasta entonces no se conocía. Todavía me perdía la curiosidad por descubrir nuevos ambientes, nuevos sitios, nuevos talentos. Tenía un poco mentalidad de araña que va tejiendo su red en todas direcciones, una red de contactos, de vínculos y, en ocasiones, afortunadamente, de amistades”.

Esa tela de araña se extendía por varias ramas y él se movía con soltura entre las líneas fronterizas de disciplinas diversas, urdiendo exposiciones, encuentros, revistas, manifiestos e incluso bares de mala fama. Fueron numerosos los que se nutrieron de sus ideas y propuestas, que surgían de una ansiedad por hacer tantas cosas que él solo no podía abarcar, de ahí su búsqueda incansable de cómplices. El adjetivo poliédrico se repite en todos los comentarios que lo describen. No es la primera vez que junto unas líneas sobre él, y ante el riesgo de repetirme aún más prefiero aprovechar un texto que hice para una de sus exposiciones póstumas, dedicadas a su actividad poética, en concreto una selección de haikus que no había publicado, quizás por pudor. “Siempre he creído que un mal poeta inédito es mejor que un mal poeta publicado”, dijo en una ocasión. Esas composiciones poéticas japonesas de tres versos cortos las llamó jaiqus, adaptación con la q de su nombre para que nadie se confundiera, libres de rima y estructura. “El domingo en la plaza, / más solo que la una. / Las campanas de la iglesia / me dan las dos”, por ejemplo.

En ese texto señalé que Francisco Rivas Romero-Valdespino, V conde de la Salceda, siempre hiló muy fino. Adscrito a la CNT después de transitar por Acción Comunista, grupo surgido como tantos otros en los últimos años del franquismo que se emparentaba con las corrientes consejistas, libertarias y situacionistas, nunca dejó de practicar una actividad relacionada con estas tendencias situadas en la marginalidad, en una suerte de romántica conexión con aquellos estímulos conspiradores de primera juventud sevillana. Versión particular del príncipe ruso Piotr Kropotkin, por lo del abolengo y por ideario, cuando recibió encantado el título heredado de su padre como primogénito le pregunté cómo debía tratarlo a partir de entonces. “Con naturalidad”, me contestó. Hilaba fino, sí.

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