Monticello
Víctor J. Vázquez
S. La quijotesca
Apesar de no haber sido nunca muy creyente, siempre he tenido la ilusión de poder proyectar algún día un centro religioso, a poder elegir, una iglesia cristiana. Además de tratarse de la religión más cercana a mi cultura y la que profesan muchos de mis familiares, también se trata de la tipología de edificación que más referencias acumulo a lo largo de mis años de interés por la historia de la arquitectura y de mis visitas a decenas de iglesias de todo tipo.
Pero, sin embargo, mi pasión por las catedrales subyace en el placer de poder proyectar un espacio cuya auténtica función sea la de transmitir emociones. Siempre me ha parecido que sería un verdadero regalo para un artista que le encargasen una obra cuya única finalidad sea solo eso, ser arte, transmitir algo al espectador, y en la arquitectura es bastante complicado. Siempre tenemos que lidiar con la utilidad, el fin último de cada construcción, como podrían ser cosas tan terrenales como tener un techo donde dormir, hacer talleres de cerámica o exponer ropa de la última temporada en la tienda de moda. Estamos totalmente supeditados a la famosa “utilitas” pero, si la finalidad del espacio fuese únicamente penetrar en el corazón de los fieles, todas las estrategias y mecanismos de proyecto girarían entorno a lo realmente esencial. Conseguiríamos desechar todo lo prescindible y alcanzaríamos un verdadero minimalismo conceptual, no como estilo decorativo, sino a través de la eliminación de todo lo que no sea fundamental para transmitir, es decir, el espacio como arte y el arte por el arte, que solo tiene que lidiar con la gravedad para ser construido, como el panteón de Roma.
Por lo tanto, a la espera de que alguna parroquia de barrio considere la posibilidad de confiar en un joven arquitecto ateo y sin experiencia, me basta con meter con calzador un espacio abovedado, en clara referencia a la nave principal de una iglesia románica, en un pequeño proyecto de reforma de local a restaurante. Cambiando el cura por el cocinero y la pila bautismal por un lavamanos de mármol. Esperando que los clientes consigan sentirse mínimamente abrumados al entrar por primera vez y que, sin esperar a la primera tapa, ya tengan razones suficientes para volver otro día. Como le podría suceder a cualquier agnóstico al entrar en una catedral gótica que, absorto por la grandeza y la verticalidad de sus naves, se olvida incluso de para qué ha entrado ahí.
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