La maldad insondable

Si la justicia no encuentra mecanismos para detener su acción, los efectos serán devastadores

Que un gobernante, cuyo modus operandi para llegar al poder y aferrarse a él como una lapa ha sido la mentira, diga que la va a perseguir donde se encuentre, que va a regenerar la vida pública –encabronada por el ejercicio de la mentira que él ejerce-, presentándose como inmaculado adalid de la verdad y víctima de las mentiras de otros, no sólo es un ejercicio de desvergüenza sino también de profunda maldad, de una maldad ciertamente turbadora, cuyo análisis escapa a lo puramente racional. Un personaje de esa catadura se mueve entre la amoralidad y la inmoralidad; la primera, que viene de lo más profundo de su ser, como una marca de nacimiento, acepta cualquier medio para conseguir su fin, y la segunda es la praxis lógica del ejercicio ininterrumpido de la primera. Un gobernante de este tipo, que se agarra al poder a toda costa y tiende a la tiranía o al fascismo más elementales, intentando concentrar totalitariamente en su persona todos los poderes y estamentos del Estado, suele proceder así por dos motivos: bien porque tiene mucho que esconder ante la ley, de corrupciones y delitos, y ello le empuja a una desquiciada huída hacia delante, o bien porque su fondo de maldad insondable –antes referido- genera una conducta patológica de psicópata narcisista y ensimismado. Ambos motivos, no obstante, suelen darse juntos en estos individuos, y si la justicia no encuentra mecanismos para detener su imparable acción, los efectos pueden ser devastadores, mutando la naturaleza y régimen de sociedades enteras. Ejemplos no faltan en la historia reciente de la humanidad y ello es lo verdaderamente preocupante. Un tipejo así necesita una masa social mínima de seguidores que lo blinden, arropen y mantengan, que suelen ser de dos tipos: personas de su misma catadura moral y maldad, que lo apoyan porque están prebendados por él, o inconscientes que aún no le han calado y andan deslumbrados por la figura mesiánica y benefactora de su líder. Entre los segundos abundan los ingenuos o inocentes, abiertamente los tontos, y todos aquellos militantes ideológicos de sentimiento visceral e irracional cuya fibra el sinvergüenza amoral sabe muy bien tocar oportunamente. España está hoy en un trance de estas características y, pese a la evidencia que ha retratado con brutal nitidez la naturaleza abyecta y peligrosísima del gobernante, falta saber cuántos tontos, incautos y paniaguados quedan dispuestos a seguir apoyándolo. Las próximas elecciones nos retratarán como sociedad.

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