Tribuna

Javier Pery Paredes

Almirante retirado

La mar de los seres libre

Las últimas décadas del siglo XX mostraron de nuevo una verdad escondida: la mar es hoy más camino que frontera

La mar de los seres libre La mar de los seres libre

La mar de los seres libre

Las cosas son lo que son, pero se ven diferentes según la interpretación que se le quiera dar. La tierra es el entorno natural donde se asientan las sociedades. Como tales, marcan los límites de sus posesiones para proteger riquezas y defender intereses, y también señalan los caminos por donde transitar para evitar la intromisión en lo que se considera de uso exclusivo. Basta con mirar cualquier mapa para observar límites de parroquias, municipios, partidos judiciales, provincias, regiones y naciones, así como las líneas que señalan pistas, caminos, carreteras y autopistas por las que se debe transitar obligatoriamente. Todo en tierra se delimita con una frontera para poseer o una senda para transitar.

La mar es diferente, conserva un espacio de libertad y de uso pacífico, eso que se llama la Alta Mar, del que nadie es dueño y todos pueden usar de él, un concepto jurídico, herencia española para el mundo desde el siglo XVI, que formó parte de la legalidad internacional con los años y que hoy recoge la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. La vida en la mar se rige por diferentes criterios que en tierra. Por eso más vale abstenerse de cualquier comparación con la tierra porque, sin baremos comunes para hacerla, se puede llegar a conclusiones erróneas y consecuencias nefastas.

La historia muestra cómo la aplicación de criterios terrestres aboca a equivocadas conclusiones con resultados adversos. Sin ir muy atrás y cómo muestra de ello, baste con analizar las campañas de Napoleón en el siglo XIX. Ávido de conquistas territoriales, con mentalidad continental, observó la mar como una barrera, empleó las flotas como un ariete contra lo que consideraba una muralla y perdió el imperio frente a un inglés que, con mentalidad marítima, vio los océanos como un camino por donde moverse con libertad, empleó los buques para dominar el espacio y así consolidó un imperio durante cien años.

Ayer Estados Unidos de América relevó al Reino Unido y se levantó como potencia mundial. Todo a partir de la estrategia marítima de Alfred T. Mahan extraída de la guerra hispano-americana, donde la presencia española en los archipiélagos de Filipinas y el Caribe se vio relevada por la americana. Hoy China trata de alzar su imperio comercial en todo el mundo con un despliegue global de la marina popular. Pero más allá del interés por la supremacía mundial en el comercio, donde el dominio de las líneas de comunicación marítima es el meollo de la cuestión, la mar está presente en nuestro entorno desde el punto de vista humano constantemente.

Los medios de comunicación recuerdan a diario el tráfico de seres humanos que encuentra el camino para llegar de un continente a otro por mar. Adentrarse en ella para alcanzar la otra orilla tiene una justificación formal, además de la física que supone la ausencia de vallas y obstrucciones. Se trata del desequilibrado tratamiento entre el delito que cometen los traficantes al mercadear con seres humanos y la pena que se les impone por ello. El contraste está en que mientras los tratantes trafican vivamente con seres humanos privados de libertad desde que se pusieron en manos de las mafias, la buena gente marinera se empeña en salvar las vidas de esos moribundos, como náufragos a la deriva que hay que ayudar. La consecuencia es que mientras se cuestiona como dar la libertad a quienes fueron tratados como esclavos, los traficantes se refugian, como cobardes apátridas, bajo la laxa legalidad burocrática internacional y las disputas entre estados para definir quién debe sancionarles, hasta quedar impunes.

Da la impresión de que mientras se considere a la mar como una frontera y se regule lo que en ella sucede con criterios terrestres como el asalto a una valla, cuya responsabilidad recae en cada estado ribereño, existirá ese indeseable contraste entre delito perpetrado y pena incumplida. Tal vez por eso habría que pensar con criterios de gente de mar para equilibrar la situación. Llevar a unos ante el Tribuna Penal Internacional y amparar a otros como se hace ya con la Ley del Mar.

Mientras tanto existirán, como se atribuye a Anacarsis, tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los que navegan por el mar.

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