Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Almería

Dos nombres de mujer

Nacieron en el Mediterráneo, mirando a la alcazaba y diciéndole a la vida que Almería se añora y quiere como un beso del primer amor

Dos nombres de mujer Dos nombres de mujer

Dos nombres de mujer

Un nombre de mujer es un verso, un poema, una rima, un fonema, uno a uno, una letra, una a una, una sílaba, una a una. Un nombre de mujer es el primer sol del alba, la primera estrella de la madrugada, el primer resplandor de la noche. Un nombre de mujer es un venero, un manantial, una fuente, una vocal y una consonante, que se abren al mundo como una rosa en primavera; como una flor, que pone música a un sueño; como un sintagma, que se aísla de la gramática para entregarse a la vida, a la esperanza de un retorno; como un palabra que se pregunta y contesta a sí misma. Como una sirena que, bella y dulce, nos devuelve al futuro, para que no regresemos ya nunca a los fragmentos del pasado.

Un nombre de mujer es agua cristalina, la cual volvemos a beber en las églogas de Garcilaso, el poeta del amor en la antología, que es soneto y danza. Un nombre de mujer es el tesoro mejor guardado que encuentra un hombre, cuando camina por las avenidas del mundo, abriendo los postigos del corazón.

Un nombre de mujer es un heptasílabo que delinea el color rojo de la tarde, cuando, en silencio, el mar regresa de la odisea de los instantes, que adivinan la métrica de Borges en el violín de Verlaine. Un nombre de mujer es la sintaxis de Neruda, cuando la belleza es el alma desnuda, que interpreta la letra de una canción con la voz a ti debida de la soledad de un segundo en el reloj, que hay colgado junto a una fotografía de Marilyn Monroe; con esa mirada infinita, que no es la de Grace Kelly, ni la de Ingrid Bergman.

Un nombre de mujer es el amanecer en el museo del Prado, viendo Las meninas de Velázquez entre el intelecto y el arte; los cuales nunca olvidamos, cuando vamos y venimos entre lo que es y lo que no es, abriendo las páginas de un libro de poemas, al pasarlas con los dedos de una en una. Un nombre de mujer es abrir los ojos al final de una calle céntrica de Atenas, por donde se cruzan las miradas, leyendo a Odiseo Elytis. Un nombre de mujer es un rosal, el cual queremos que crezca para enmarcarlo con un lienzo de Rembrandt, a su lado, en aquella habitación, que hay al lado de la pequeña biblioteca y un libro inédito, que saldrá de la imprenta a primeros de otoño. Un nombre de mujer es una lira, que guardamos en el arca del tiempo, sin pensar nunca que habíamos aprendido de memoria a vivir despacio el recuerdo.

Un nombre de mujer es el faro que ilumina para que podamos escribir en el mar la historia que permanece sin envejecer delante de nuestros ojos; abiertos a la infinitud de una cala desierta.

Pero, si me preguntan por dos nombres de mujer responderé, sin dudarlo: «¡Araceli y María!» Nunca hubo unas etimologías tan bíblicas, tan bellas como la luz de la mañana, tan perfectas como la vista al Partenón. Araceli, de ara coeli, altar del cielo, la patrona de Lucena y del campo andaluz. María, del hebreo Myriam, la elegida por Dios. ¡Qué hermoso es pronunciarlos! ¡Qué emotivo es quererlos en el epítome de los segundos, que contamos, uno tras otro, al borde de la noche, subiendo las escaleras del primero! Acaricio los fonemas de cada nombre como si fueran metáforas de Benedetti, que surcan el mar y la mar de Alberti; despertando un nuevo día en la lontananza de un mirador de Tánger; un cigarrillo, en una mano; un gin tónic, en la otra; con las gafas de sol y los ojos clavados en su propia identidad. Araceli y María, en la llegada de una sonrisa, que fotografía la brisa en el litoral.

Nacieron en el Mediterráneo, mirando a la alcazaba y diciéndole a la vida que Almería se añora y quiere como un beso del primer amor. «Llevo tu luz y olor por donde quiero que vaya». Como en la canción de Juan Manuel Serrat. Atardeciendo las horas con el eco de su nostalgia.

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