Tribuna

Javier Pery Paredes

Almirante retirado

La realidad arbitraria

La pandemia se superará con el buen hacer de sanitarios e investigadores y la paciencia y responsabilidad de los ciudadanos pero cuesta pensar que después los españoles seremos menos libres que hace doscientos años

La realidad arbitraria La realidad arbitraria

La realidad arbitraria

Con tanta información disponible resulta difícil encontrar un motivo original para escribir. Lo común es hacerlo sobre la novedad de cada día. Sin embargo, en un momento de calma hallas elementos que, más allá de lo cotidiano, permiten enhebrar un relato alejado de lugares comunes o, como diría José Larralde, en español argentino "…el comentario viajero, los chismes del orejero y el cuereo a lo comadre", que traducido al castellano sería decir vaguedades y despellejar al prójimo con la palabra. Sin embargo, la lectura sosegada hace posible huir de tal riesgo y superar el encontronazo con la arbitraria realidad de hoy. Así es posible armar párrafos con opiniones propias en lugar de parafrasear dictámenes ajenos.

Hace unos años, en el segundo centenario de la Constitución de 1812, la Asociación de la Prensa de Cádiz editó un facsímil de los artículos dedicados a escritores e impresores. Nada tan actual y exacto, en pocos párrafos. Reproduzco la introducción: "… la facultad de los ciudadanos de publicar sus pensamientos e ideas políticas es no sólo un freno a la arbitrariedad de los que gobiernan, sino también un medio de ilustrar a la Nación en general y el único camino para llegar al conocimiento de la verdadera opinión pública,…". Lo dicho, en cuatro líneas, refleja tres beneficios incuestionables de la libertad de expresión. Así iban las cosas y parece que hoy se reproducen.

Aunque sea en orden inverso, empezaría por la opinión pública, esa que el Instituto Nacional de Estadística debería estudiar objetivamente, en lugar de hacer propaganda partidista con preguntas de respuesta preestablecida para satisfacer al benefactor de su director a costa de despilfarrar el prestigio de sus miembros. Pero ya se sabe, en estos tiempos las cosas son lo que parecen, nada más. Y, si por el contrario la realidad desmiente al estado de opinión inventado, se justifica el cambio con el increíble descargo de que el pasado incómodo nunca existió, los errores propios de ayer nunca existieron y la verdad es lo dicho hoy. Ayer fui otra persona de la que soy hoy.

Las leyes se suelen denominar por el ministro que las proponen. Fue así con la Ley Antequera o la Ferrándiz, las que propiciaron la recuperación de la Marina tras un siglo de abandono y las derrotas en Santiago de Cuba y Cavite, o la de Corcuera sobre seguridad ciudadana, tan traída y llevada. La reforma de sistema educativo lleva el nombre de Celaá, aunque en realidad sería más

apropiado darle el nombre de Sánchez-Iglesias porque, además del compendio de medidas antisistema y populistas, desbroza el camino de otra ley, la de acompañamiento de los presupuestos generales, donde se suelen colar, de rondón, iniciativas gubernamentales rechazadas en otras legislaciones. Recuerden como se toparon temporalmente las pensiones en 1984, todavía en vigor. Nada extraño será que algo indeseado llegue por esa vía.

Por sí sola, esta reforma educativa sin consenso da un bajonazo al nivel de formación, acrecienta diferencias territoriales y reduce la competición leal entre centros. Nada de ilustrar a la Nación. Suena a reducir con engaño la tasa de fracaso escolar en las estadísticas, apoyar el relato de los nacionalismos y facilitar el adoctrinamiento ideológico. Un tufo totalitario en el fondo y la forma. Sobre el trato al español, ni me paro en ello. Es un despropósito tan obvio que sólo queda escribirlo y que ustedes lo lean.

Finalmente, toca mentar al Estado de Alarma del mes de marzo, ese que dio pie a actuaciones espurias que nada tenían que ver con la pandemia que ya estaba encima y replicado en octubre con parcialidad, partidismo y más connotaciones de uso indebido de la medida excepcional. La arbitrariedad se hizo presente en cómo se dictaron las normas: escasa o nula consistencia técnica, impreciso análisis estadístico, imposición aleatoria, expansión a ámbitos ajenos a la sanidad y, sobre todo, fuera del control de la soberanía nacional. La guinda del abuso fue la instauración, fuera de norma, de una Comisión Permanente contra la desinformación que consagra el control social que, a la larga, deja a los ciudadanos sin la facultad de publicar con libertad sus pensamientos e ideas políticas.

La pandemia se superará con el buen hacer de sanitarios e investigadores y la paciencia y responsabilidad de los ciudadanos pero cuesta pensar que después los españoles seremos menos libres que hace doscientos años.

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