El relato

El aislamiento desde la 201

  • Te acuerdas del día que entras, un domingo por la noche, y al final dudas de cuándo sales porque terminas perdiendo la noción del tiempo

El aislamiento desde la 201

El aislamiento desde la 201

Me veo en la obligación moral de empezar y acabar este escrito dando las gracias. Gracias al personal sanitario que nos atendió desde que entramos en el hospital, gracias a todos aquellos trabajadores que trataron de endulzarnos unos días cuyas horas no pasaban, gracias a mi familia por los ratos de 'WhatsApp Web', que fueron a medias entre un confesionario y nuestra única ventana al exterior, gracias también a Dios y sobre todo a la Virgen del Mar, porque soy católica y la fe te hace sentirte fuerte. Nos sanó la medicina, no la religión, pero ésta es un manguito cuando estás con el agua al cuello en mitad del océano, que te puedes poner en el brazo si lo deseas.

Digo nos sanó porque aunque el que ha estado malo ha sido mi hijo, al final tú experimentas su padecimiento. Varios días duros, muy duros, en el necesario aislamiento de una habitación hospitalaria. No fue una situación clínica grave, los síntomas fueron más escandalosos que complicados, aunque los problemas de uno siempre son los convierte en los más importantes de la humanidad. Te acuerdas del día que entras, un domingo por la noche, y al final dudas de cuándo sales porque terminas perdiendo la noción del tiempo. Han sido largos, psicológicamente agotadores, y con un final feliz que se convierte en una muesca más de la vida de mi niño y en un triunfo de la Sanidad Española en la dura batalla que en este 2020 está librando.

Al final la experiencia de bronquitis anteriores te hace pensar que has cursado los años de Medicina y que tienes hasta el MIR

Perdón, de la gran Sanidad Española, de esos profesionales que se están dejando su salud por preservar la de los demás. Unos estornudos fueron el comienzo de todo. Al principio lo achacas a un catarro, fruto del enfriamiento por jugar al fútbol en el jardín y al odioso viento que siempre hace en nuestra provincia. Confías en que no vaya más allá de cuatro clínex usados. Sin embargo, pronto aparece esa tos seca que rasga los pulmones y la garganta de quien la experimenta y enciende las alarmas interiores de quienes hemos padecido asma y ahora tenemos un hijo que presenta también problemas respiratorios. Rápidamente echas manos del ventolín, al final la experiencia de bronquitis anteriores te hace pensar que has cursado los años de Medicina y que tienes hasta el MIR.

Nada más lejos de la realidad, por la noche empiezan los tiritones de fiebre, ves que ya tiene dificultad respiratoria (disnea, las costillas se le hunden al tratar de coger oxígeno) e incluso el niño vomita. Tras algunas bronquitis e incluso una neumonía de recién nacido (ahora está bastante controlado), había comprado incluso un saturímetro con el que jugar a ser médico, aunque sé el peligro que ello conlleva. Sin embargo, ante la desesperación de las primeras hospitalizaciones todavía de bebé, cualquier idea la conviertes en una tabla de salvación. 86% de oxígeno en sangre, sabes que es un valor bajísimo, pero quieres tranquilizarte en el hecho de que el niño se está moviendo y puede que no capte demiasado bien los valores. O como no es un instrumento profesional, esté fallando.

El pediatra es el primer impacto, al llevar meses sin aparecer en el hospital. Dos mascarillas y una pantalla de protección

De madrugada, vamos mi marido, mi niño y yo a urgencias y ahí te sumerges en lo que ahora narras como un cuento, pero que en ese momento fue una sucesión de acontecimientos de los que no eres ni consciente, a los que respondes por propios automatismos. El pediatra es el primer impacto, al llevar meses sin aparecer en el hospital. Dos mascarillas y una pantalla de protección. Tan sólo le hace falta ver a mi hijo para emitir un diagnóstico y el fonendo ya se encarga de confirmarlo, aunque los pitos (signo de los bronquios atorados, como el ruido que provoca una corriente de aire por una calle o un globo desinflándose) se escuchan sin necesidad de auscultar. Lo que siempre ha sido observación, y ahora es triaje, se convierte en la aduana previa a la hospitalización. Termómetro, saturímetro, primeras medicinas...

El llanto acumulado termina por desbordarse cuando ves a tu niño hacer lo propio, mientras los enfermeros le pinchan para ponerle la vía. Entre la deshidratación por la fiebre y los pataleos, no es nada fácil encontrar la vena. Un poco más calmado, viene la prueba que va a decidir el destino de los próximos días: la PCR. "¿Mamá, por qué va vestido de astronauta?". Por supuesto se refiere al traje EPI y sólo se te ocurre inventarte que le van a sacar unos mocos para llevarlos a la luna para un monstruo 'comemocos' que hay allí. Te sientes bien, le ha gustado la historia. El niño al final se queda dormido y el médico nos explica que vamos a pasar unos días en aislamiento por si fuera el bicho que se ha convertido en el enemigo público número uno de estos meses: coronavirus. Un celador te conduce a tu habitación (titulo la 201 porque es en la que hemos estado ingresados otras veces, no sé cuál era ésta) y cuando vamos a coger el ascensor, nos dice que sólo puede estar la madre o el padre con él, no los dos.

Veo cómo se forman las lágrimas en los ojos de mi marido mientras se cierran las puertas automáticas. "Ahora te llamo, os quiero"

Por instinto maternal, me quedo yo, no hace falta ni hablarlo. Veo cómo se forman las lágrimas en los ojos de mi marido mientras se cierran las puertas automáticas. "Ahora te llamo, os quiero", me dice como despedida. Entras en la habitación, las enfermeras terminan de arreglar al pequeño paciente (suero, medicinas y gafas de oxígeno) y te quedas en blanco. No sabes qué pensar, no sabes cuánto tiempo vas a estar allí, no tienes ganas de llamar a ningún familiar para preocupar. Ves que el niño no tiene la fatiga respiratoria de antes y telefoneas a tu marido, quizás confiando en que te despierte de un sueño que no es tal. Por supuesto no duermes nada. Estás todo el rato pendiente del niño y te preguntas qué vas a hacer entre esas cuatro paredes y cómo va a ser la vida los siguientes días.

Vas a pasar de protegerte del sol en la calle, a que entre en la habitación sólo por la tarde; de hacerte tú la comida, a que te la traigan y te la dejen en una habitación contigua, a modo de recibidor, que separa lo que era nuestra realidad, a lo que es nuestro aislamiento; de hacer varios kilómetros al cabo del día para ir a tu puesto de trabajo, a tirar de conexión móvil y ordenador para teletrabajar; de la rutina deportiva diaria, a hacer cuatro flexiones, cuatro abdominales y dos planchas... Eso sí, todo lo haces por tu niño y agradecido de por vida. Cuando la adrenalina baja y ya asimilas la situación, echas de menos una muda para cambiarte, el cepillo de dientes, el cargador del móvil, algún libro. Y por supuesto juguetes. Alguien de la familia se encarga de llevarlos al personal hospitalario, que en una de las visitas diarias, te los dan.

Todo lo que ves en la televisión son dibujos, que consiguen que el mal trago para el pequeño, sea menos malo

Son tu contacto de carne y hueso con el exterior, a los cuales recibes con las oportunas medidas de seguridad: mascarilla, ventilación de la habitación y distancia social aunque ellos vengan lo suficientemente protegidos. El resto son llamadas y vídeollamadas que te entretienen, a la vez que te consuelan. No sabes si hace viento, si el tiempo ha cambiado, incluso ni te enteras de la evolución de la pandemia en España. Al final, el aislamiento te aísla de tu día a día y, por suerte, también de las malas noticias. Todo lo que ves en la televisión son dibujos, que consiguen que el mal trago para el pequeño, sea menos malo. Al final la cuarentena te crea una rutina que, aunque aburrida, te hace algo más llevaderas las horas.

Como la evolución es buena y los primeros días complicados en los que necesitó oxígeno ya están en la papelera de reciclaje mental, teletrabajas a un ritmo moderado (podía no haberlo hecho, nadie me obligó, pero creo que me vino bien para tener la mente distraída), te propones sudar un poco con algún ejercicio físico que se convierte en válvula de escape e incluso tratas de disfrutar con el niño, que juega con la barra donde va colgado el suero, simulando que es un estandarte de Semana Santa y él es un penitente. Es difícil obviar dónde estás, pero la vitalidad de un niño tiene ese toque mágico. La gran noticia está ahí, ya puedes volver a tu casa, recuperar las cosas que tanto odiabas, pero que en verdad son maravillosas.

No sabes si es miércoles, jueves o viernes, te da igual. Sólo sabes que el sol volverá a salir por Cabo de Gata y, en familia, lo vais a volver a ver. No quieres echar la vista atrás ni un segundo, la mente es tozuda y se afana por borrar los malos momentos y dejar mucho espacio en el disco duro para todo lo maravilloso que todavía falta por vivir. A cada recomendación médica que te dan antes de salir, das un gracias; a cada adiós de los enfermeros, das un gracias; a cada último gesto de cariño hacia el niño de quien te ha traído la comida, o sábanas limpias o los clásico pijamas, das un gracias. Y así empecé y así quiero terminar, gracias a todos. De corazón, gracias.

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