Coronavirus Almería

Lucía, cocinera antes que okupa

  • La historia de esta madre parada es una concatenación de desgracias, culminada con una oferta de trabajo que se fue al traste por el confinamiento

  • No pide dinero, sólo trabajar para legalizar su situación

Lucía con sus cuatro niños, en la casa en la que viven de okupas en plena Carretera de Sierra Alhamilla.

Lucía con sus cuatro niños, en la casa en la que viven de okupas en plena Carretera de Sierra Alhamilla. / Rafael González

Una casa brilla con luz propia casi al final del tramo de la Carretera Sierra Alhamilla que está sin levantar. No lo hace gracias al tendido eléctrico, puesto que sus moradores no tienen ni contrato ni engaches. Se trata del hogar de Lucía Salvador, pobre en cuanto a dinero, rica en lo referente a ganas de luchar por su familia. Una fachada sin contadores lumínicos ni hídricos dados de alta, pero donde hay globos de todos los colores, mensajes de ánimo y pinturas de optimismo ante la vida.

Se trata de una casa okupada. Lucía, cocinera de mandil fajado en fogones destacados en los Puertos Deportivos de Marbella y Almerimar, se quedó sin trabajo en septiembre del año pasado, tras una jugarreta que le impide hasta cobrar el paro. Sólo le quedaba vagar para encontrarle un techo a cuatro de los seis hijos que tiene en regazo. Los otros dos están en Córdoba, a buen recaudo familiar, eso sí, tras otra experiencia traumática que demuestra que su vida es más dura que las mitológicas doce pruebas de Hércules.

Bajo el puente de Los Molinos encontró una vivienda que okupar. “No me quedó otra”, reconoce resignada la reportajeada, que tuvo los arrestos para llamar a Diario de Almería para contar su historia en la búsqueda de lo único que pide: un trabajo. Acepta la caridad, puesto que no le queda otra para alimentar a cinco bocas, pero no quiere dinero ni busca la limosna. Es más, podía seguir el manual okupa de los enganches ilegales y prefiere no hacerlo. “Me lo han ofrecido, pero he dicho que no. Intenté legalizar mi situación en la vivienda y dar de alta la luz y el agua, pero me exigen unas condiciones económicas de las que ahora no dispongo”. Uno puede creerse o no estas líneas, el mejor argumento para hacerlo es la intención de transmitir las sensaciones resquebrajadas que su voz muestra mientras explica su cataclísmica vida.

¿Cómo se las ingenia uno para vivir sin luz ni agua con cuatro personas a tu cargo? Tirando de sacrificio e ingenio. “Le llevo la compra a una mujer del Puche, que me deja cargar el móvil y un farolillo de luz, con el que iluminarnos por la noche. El agua la consigo de las obras de enfrente, me llevo unas botellas y las lleno”, para usarlas en una de sus principales necesidades en este momento: la limpieza del hogar.

Y es que sus niños son asmáticos. Principalmente uno tiene crisis severas y con esto del coronavirus la obsesión por la desinfección es total. “Una de las pocas cosas que pido es la lejía. Trato de tener todo muy limpio porque mi niño se asfixia en cuanto hay mucho polvo en el ambiente”. Figúrense como es el destino de cruel con ella, que vive enfrente de unas obras que llevan tiempo y van para largo. Ella y sus hijos sólo pueden tratar de seguir las medidas de seguridad que les han dicho que son necesarias, puesto que televisión no tienen. “De la casa mis hijos no salen. Cuando yo lo tengo que hacer, lo hago con mucho miedo”, indica poniéndose la mascarilla para mostrar cómo coge el agua hábilmente de una manguera tirada en el suelo tras las vallas que separan la acera del descampado polvoriento que es ahora parte de la Carretera Sierra Alhamilla.

Lucía acude a las obras que hay junto a las vías del tren para coger agua para poder usarla en su casa para las tareas domésticas. Lucía acude a las obras que hay junto a las vías del tren para coger agua para poder usarla en su casa para las tareas domésticas.

Lucía acude a las obras que hay junto a las vías del tren para coger agua para poder usarla en su casa para las tareas domésticas.

Precisamente el coronavirus ha echado por tierra a la par las dos intentonas que ha hecho de tratar de enderezar su vida laboral. Trataba de sacar dinero vendiendo churros y buñuelos en El Puche y en el bar Bartolo de Los Molinos le llamaron para hacer una prueba de cocina. “Eso fue un viernes, el dueño quedó muy satisfecha conmigo, pero el sábado anunciaron el estado de alarma y no me pudo contratar. De la misma, tuve que dejar el puestecillo de churros”. Otra bofetada vital, que deja un clavo no ya ardiendo, sino incandescente al que Lucía quiere agarrarse: “El dueño del bar me dijo que cuando vuelvan a abrir me llamaría para trabajar allí”.

Podría ser el final feliz a esta historia de encarnizada mala suerte, a la que Lucía trata de echarle un condimento de optimismo. “Me mata esta situación, me desespera. La gente que me conoce sabe que no la merezco, pero tengo que afrontarla sin llorar delante de mis hijos. Quiero verlos reír y por eso tenemos globos, pinturas... Cuando la gente pasa por aquí me dice que la casa parece una guardería”, asegura a la par que se le escapa el primer atisbo de sonrisa en la más de media hora larga que dura la conversación, que sus niños siguen con una madurez envidiable: “Ellos son consciente de lo que estamos viviendo y de por qué lo estamos viviendo. Intento que estén lo mejor posible, dentro de las dificultades que entraña esta vida, donde no tenemos ni un privilegio ni un capricho”.

"Empecé a vender churros y buñuelos en El Puche con mi hijo, pero con la cuarentena lo tuve que dejar”

El único que pueden darse procede del buen corazón de la sociedad almeriense. A título persnal, ciudadanos o trabajadores de los supermercados cercanos le llevan algunas gominolas o algunas bolsas de patatas fritas y gusanitos. Igualmente, diferentes colectivos que prefieren mantenerse en el anonimato les ayudan con lo que están en sus manos, como pueden ser unos cartones de leche y algo de comida. Indudablemente, la Cruz Roja es parte del sostén de esta larga y golpeada familia, que se despierta con ganas de hacer los ejercicios que les envían en el colegio y se van a dormir con los dibujos animados del móvil de Lucía, mientras las últimas rayas de batería aguantan estoicas, con la intención de no dejarles sin las necesarias últimas sonrisas del día.

“No tengo tiempo ni de llorar”, se resigna. Y no debe porque aunque no le guste estar como okupa y depender de la caridad de los demás [para los que siempre tiene un “gracias por todo lo que estáis haciendo por mí”], tiene claro que el futuro de su vida pasa por legalizar su actual precaria situación, cuando el coronavirus permita a la sociedad española volver a su ley de la oferta y la demanda, y de las tapas en los bares.

Sus pequeños decoran la casa por fuera con globos. Sus pequeños decoran la casa por fuera con globos.

Sus pequeños decoran la casa por fuera con globos.

“Quiero trabajar, es lo único que pido. Si puedo, viviremos en esta casa de forma legal y si no, con el dinero que tenga trataré de acogernos a un alquiler social. Quiero trabajar por encima de todo, para tener dinero para comprarle un par de bragas y unos calzoncillos a mis hijos”, finaliza Lucía desde la puerta de su casa okupada, sin que una lágrima se asome por sus ojos, aunque su corazón esté destrozado. Cuando la fuerza de voluntad es tan fuerte, al final uno consigue lo que se propone, sobre todo si es por una buena causa.

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