Obituario

In memoriam del psiquiatra Fernando Jiménez

  • Tuve la suerte de conocerle hace muchos años y a fuerza de roce humano compartiendo convites festivos y veladas, entre aficiones lectoras, tertulianas, musiqueras o dialécticas, fue naciendo ese cariño insobornable

Fernando Jiménez.

Fernando Jiménez.

Hay sucesos que, aunque los tengamos ya por ciertos, incluso inminentes, cuando llegan de verdad a consumarse, nos sacuden crudamente. En este caso, el fallecimiento hace unos días del querido amigo, el psiquiatra Fernando Jiménez, me confirmó una vez más, tan implacable conmoción cuya asimilación justifica este emplastro retórico, a modo de obituario consolador.

Tuve la suerte de conocer a Fernando hace muchos años y a fuerza de roce humano compartiendo convites festivos y veladas, entre aficiones lectoras, tertulianas, musiqueras o dialécticas, fue naciendo ese cariño insobornable que acapara atenciones y convivencias, hasta fraguar una relación llana y fraternal, en la que participaron esposas, hermanos, amigos y demás entorno personal. Un afecto que justifica la serena nostalgia que inspira estas líneas de recuerdo y homenaje a quien ha sido uno de los personajes más ilustres de Almería desde que, a principios de los años 70, tuvimos la fortuna de que, casado con una entrañable y guapísima paisana la doctora Concha Barceló, se instalara en esta ciudad.

Nació Fernando en Guia de Gran Canaria, hijo de un Maestro Nacional y nieto de agricultores, uno godo y otro guanche platanero, y se crio entre una fratria de ocho hermanos licenciándose en la Universidad de la Laguna y luego se especializó en psiquiatría y en neurología. Ligado a la docencia universitaria en Granada, hizo su doctorado sobre la “Psicopatía de la vivencia religiosa” y, en 1972, se trasladó definitivamente a Almería, donde fue director del Hospital psiquiátrico, y Jefe del Servicio Andaluz de Salud, formando parte de la mayoría de sociedades científicas psiquiátricas de España, incluida la Real Academia de Medicina de Andalucía Oriental. Un currículo brillante, pues, que se vio acentuado por su bonhomía y el hondo sentido y observancia de las virtudes humanas, (las aretai platónicas: valor, templanza, justicia y piedad), que supo incorporar tanto en su proyección profesional como ciudadana. Prueba de ello es que, a pesar de todo su prestigio social y científico, su trato siempre cordial y cercano, le permitió vivir sin ostentosidad con esa temperancia, moderación y prudencia que alejan a quienes las guardan, de la soberbia y la infatuación del Yo, tan corriente en otros sujetos de menor nivel y sabiduría.

Recuerdo, ahora entre sonrisas, nuestras polémicas sobre la “autopsique”, término que alude a la estructura ético moral de la persona y la colectividad. Y los recelos, compartidos, sobre la incidencia que, en esta sociedad ansiógena de la inmediatez informática pudiera derivar de una educación que lejos de fomentar la tolerancia tiende a normalizar las relaciones distantes y favorecer ese tipo de anestesia moral que potencia la falta de remordimientos y arrepentimiento ante las corrupciones o por los abusos culposos de quienes viven a lo suyo, inmersos en su narcisismo. Pero de un narcisismo entendido no ya en su sentido sano, primario o natural,

como una energía de nuestra estructura psíquica que tonifica la afectividad, cohesión y estabilidad del Yo, sino ese otro estado jactancioso donde se desborda y patologiza por su inflación, y conduce al hipernarcisismo grandioso, o a la auto elevación a la esfera de lo cuasi divino, como ombligo del mundo, propio y ajeno, tan de moda en ciertos políticos populistas, con cuyo nombre no debo chafarrinar este cariñoso recordatorio. O afectuosa remembranza que más que hablar de penas, aspira a convertirse en un hosanna por la memoria imperecedera del amigo y del maestro, cuya reciente ausencia merece mucho más que una fría esquela y justifica este soplo público de cariño hacia su persona y su esposa Concha, hijos Arantxita, (cuyo recuerdo está investido de nostalgia más que de añoranza, como diría el Dr. Villanueva), de Pablo y Álvaro. Y que, en modesto homenaje a su lucidez, querría convertirlo en un reclamo de la ciencia psiquiátrica tan necesaria para ayudarnos en las pequeñas neurosis y en las graves psicosis que atropellan cada día nuestra convivencia. Gracias Fernando, amigo querido, por la inmensa suerte de habernos hecho a tantos, partícipes de tu amistad desde y para siempre.

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