Desde aquel rincón escondido divisaba el paisaje, la hierba de todos los tonos posibles del verde le cubría, haciéndola invisible a la vista de los demás. Hacía mucho tiempo que la lluvia había abandonado estas tierras sedientas, como dejadas de la mano de Dios. Aquel remanso de paz, junto al arroyuelo que bajaba serpenteante entre cañizos, se había convertido en un refugio extraordinario, crecían junto a él todo tipo de plantas, revoloteaban insectos entre las pequeñas florecillas silvestres y se acercaba, buscando la frescura y la humedad, todo bicho viviente que hubiese por los alrededores.

Camuflado entre el verdor de la hierba, solo se distinguían sus ojos saltones, que observaban desorbitados todo cuanto le rodeaba, con una calma infinita esperando solo que su alimento, como un maná divino, cayera sobre su lengua. Solo era solo cuestión de paciencia. El agua se despeñaba sigilosa entre las piedras del lecho del riachuelo, si es que se podía llamar así al escaso caudal que bajaba desde la montaña, y solo un suave rumor delataba su presencia entre las cañas que lo ocultaban. No era la única que disfrutaba del entorno, por los siglos de los siglos habitaba allí el hombre, adaptado al medio como lo hacía ella, sacando con sus manos doloridas cuanto la tierra era capaz de ofrecer.

A ambos lados del arroyo se extendían unas tierras de cultivo, cuidadosamente labradas, con sus “mantornas”, sus acequias, y sus cañizos, entre los que se enredaban toda suerte de hortalizas. Aun en pleno invierno se podían cosechar verduras, este lugar recóndito, situado al abrigo de los fríos vientos del norte, tenía una temperatura excelente todos los meses del año. Ella se alimentaba de todo insecto que se le pusiese a tiro, y nunca pasó faltas, allí se concentraba el mayor número y variedad de ellos que pudiese imaginar.

El hombre bajaba allí todos los días, y como presintiendo su presencia, se entretenía durante horas en buscarla con su mirada, oculta como estaba entre la hierba, su camuflaje la hacía invisible a sus ojos, hasta que un insecto incauto se acercaba tanto, que su lengua no podía refrenar el instinto, y el leve movimiento de una hoja la delataba. Pasaban tanto tiempo juntos, que existía ente ellos una vieja amistad, por las noches ella le cantaba y el hombre se dormía escuchando su serenata, porque muy delicado no era su canto, pero a él le arrullaba y le invitaba a caer en los brazos de Morfeo.

Ningún producto letal invadía el agua ni la tierra en la que crecían las plantas con feracidad, protegiendo la vida de los insectos y demás animales que se alimentaban de ellos, eran el último bastión de una tierra yerma y esquilmada por la explotación de los acuíferos, y el abuso de productos letales para el campo y para la vida. Cayó la noche y comenzó su canto: croa, croa, croa…, el hombre se arrebujó entre las sábanas sintiéndose a resguardo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios