Metafóricamente hablando

Apareció la rana tras el disfraz

Sentía mucho frío, como si estuviese flotando sobre las aguas heladas de un mar invernal. Escuchaba un rumor de voces lejanas, y el sonido de una sirena, pero una especie de bruma la sumergía en un estado de seminconsciencia, que le impedía abrir los ojos. Alguien la abrazó, estrechándola entre sus brazos, sintió un olor familiar que le acarició su corazón lastimado. Quizá era su madre?, no podía pensar con claridad, estaba aturdida y no recordaba nada. Poco a poco se fue alejando y los recuerdos acudieron a su mente. Tendría unos quince años cuando le conoció, era el chico más guapo que había visto nunca, y él no le quitó el ojo de encima en toda la tarde. Pronto comenzó a esperarla a las puertas del Instituto, siempre con una flor en la mano como presente. Todos los días la acompañaba a casa, por lo que dejó de relacionarse con sus amigas, pero eso no era un problema, por el contrario, era la envidia de todas ellas, que los seguían con la mirada, un poco envidiosillas. Un día todo cambió de repente: salió de su casa con un bonito vestido que le hacía una figura muy sugerente, pensando que él la miraría arrobado en cuanto la viese, y antes de que pudiese decir nada, la bofetada que recibió en la cara, le hizo perder el equilibrio. Sin apenas salir de su estupefacción y llorosa, volvió a su casa sin decir a nadie lo que había ocurrido. Al día siguiente él estaba allí, como de costumbre, con su flor en la mano y la mejor de las sonrisas, como si nada hubiese pasado. La abrazó con ternura, susurrando a su oído que el día anterior, al verla tan guapa se murió de celos nada más que de pensar que otros hombres pudiesen mirarla como él: la quería solo suya. Derretida de amor, ese día le entregó su vida, una tremenda verdad que la perseguiría con perseverancia. Desde la boda, la violencia fue la única reina del hogar, campando libremente por sus respetos, sin que ella se atreviese a contar el infierno de su vida. Eran la familia ideal a ojos de sus amigos, y sus hijos vivieron el horror con el mismo silencio que su madre. Los recuerdos se recrudecían agolpándose como un torrente en su mente aturdida, y la conciencia iba retornando. A pesar de la punzada dolorosa que sentía en el pecho, se intentó levantar, los murmullos se iban haciendo más nítidos, reconoció la voz de su madre, quien se acercó a ella abrazándola. Después fue su hijo mayor con apenas nueve años, quien pasó su pequeña mano temblorosa por su cara, y ella se la agarró con fuerza, sonriéndole a pesar del dolor que le aguijoneaba el tórax. En ese momento supo el significado de una palabra tan hermosa como prostituida en la boca de personas sin escrúpulos: EL AMOR, ese sentimiento que ahora la embargaba al estrechar a su hijo entre sus brazos. Mientras, una sirena se alejaba del lugar de los hechos, llevándose a prisión al príncipe, convertido de nuevo en la rana que nunca dejó de ser.

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