Metafóricamente hablando

Buscando los abarazos perdidos

Y, sin darse cuenta creció, y se alejó de ella, sin recibir un reproche, allí en su casa la esperó toda la vida

En esa tarde lluviosa de invierno, cuando arreciaba el viento y la noche caía como un plomo sobre su cabeza, echaba de menos aquellas manos cálidas que le acariciaban el pelo, mientras ella, acurrucada en su regazo, buscaba su amor incondicional. Tenía unas manos grandes y dulces, que olían a pan recién cortado y a jazmines. Aún podía sentir su tacto con solo cerrar sus ojos. Todo en ella era equilibrio, nunca la vio desasosegada, irritada o triste, sabía tragarse sola sus pesares con tal de no disgustar a nadie. La soledad era su única compañía cuando nadie la necesitaba, pero siempre vivió rodeada gente, a la que se abría como una amapola sin exigir compensación alguna. Ahora que ya no estaba, ahora que habían pasado los años, y echaba de menos su risa franca, su mirada cariñosa, su calma, sus buenos consejos y su sensatez, le dolía su solo recuerdo como una espada incandescente hincada en su pecho. El tiempo le había hecho comprender que hay madres que sin haber parido, pueden dar lecciones a muchas que presumen de serlo, y ella era una de esas, una madre de acogida, comprensiva y amable. De niña se dormía en su regazo escuchando los cuentos de Calleja, que venían de regalo en las tabletas de chocolate, y otros muchos que ella se inventaba, para mantenerla en vilo, sorprendiéndola con un final distinto cada día. Se moría de la risa recordando cuando se despertaba con los gritos del heladero, que voceaba sus deliciosos manjares por las calles del pueblo. Helado rico!! Gritaba, el vendedor ambulante, y se levantaba de la cama como un resorte, bajo la divertida mirada de ella, que la esperaba con el dinero preparado para uno de "dos bolas". Y, sin darse cuenta creció, y se alejó de ella, sin recibir un reproche, allí en su casa la esperó toda la vida, y allí está en su memoria y en su corazón, sentada en su butaca esperándola con una sonrisa, como siempre, como cuando era niña y la consolaba ante su llanto y sus miedos infantiles. Allí seguía con sus calabazas vacías, convertidas en faroles, preparadas con una vela encendida dentro, para disfrutar de las excursiones nocturnas que tanto le gustaba hacer con sus amigos, por las calles mal iluminadas de unos veranos inolvidables. Y ahora, en esta tarde lluviosa, con la infancia tan alejada de ella como "el país del nunca jamás", desearía ser de nuevo una niña, y devolverle todos y cada uno de los besos y abrazos que le dio, las caricias recibidas y nunca agradecidas. Agarrar sus manos entre las suyas y ampararla en su fría soledad, para decirle que siempre estará en su corazón aunque hubiese vivido de espaldas a ella, porque la vida es así, porque alcanzamos la sabiduría cuando el tren acaba de partir, y no quedan estaciones. Quien no ha buscado alguna vez los abrazos perdidos de quien la amó incondicionalmente?

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