La DISECCIÓN DEL DOCTOR DEIJMAN

El fragmento conservado de Rembrandt tiene tanta intensidad expresiva como el techo de la Capilla Sixtina

El museo Thyssen celebra estos días una exposición sobre el retrato holandés del XVII, donde, como no podía ser de otra manera, sobresalen luminosos los cuadros de Rembrandt. En especial, merece la pena visitarla por contemplar en directo el estremecedor "Disección del doctor Deijman", pintado por el artista en 1656, inicio de la fase postrera de su actividad, presidida por un notorio declive social, económico y de prestigio para quien había sido el retratista más afamado de Amsterdam. El gremio de cirujanos de la ciudad realizaba una disección pública anual de un cadáver de un delincuente ejecutado mediante pena capital. El médico que la llevaba a cabo era el anatomista municipal y, normalmente, se encargaba al menos un cuadro durante los años que duraba su cargo público. Rembrandt había retratado ya, un cuarto de siglo antes, al doctor Tulp, antecesor de Deijman en el puesto, de la misma guisa. Del cuadro de Deijman solo se conserva el fragmento central, pues la obra ardió en un incendio en 1723, que muestra el cadáver del reo en un atrevidísimo escorzo -cuyo precedente más obvio es el Cristo muerto de Mantegna de la Pinacoteca de Brera-, las manos del médico diseccionando el cerebro del cadáver y el retrato de su asistente a la izquierda de la composición sosteniendo el trozo de cráneo aserrado. Sabemos, por la existencia de un dibujo preparatorio, que la composición incluía, como era lo normal, al grupo de médicos aprendices espectadores de la disección. Con todo, el fragmento conservado tiene tanta intensidad expresiva, es tan emocionante en lo humano y en lo pictórico, que sitúa a Rembrandt como uno de los techos más visibles de la historia de la pintura. He de confesar que pocas obras como ésta han ejercido en mi una acudida estética y emotiva tan intensa, tan estremecedora. El rostro del cadáver, de una humanidad tan verdadera, su abdomen abierto como una cueva profundísima, como un abismo insondable, el cerebro rojizo -húmedo y brillante- que centra toda la atención de la obra, y la profundidad expresiva de los negros, grises y blancos, son difícilmente superables. La materia pictórica, además, tiene una palpitación y una belleza informalista tan enorme, tan sublime, que basta una obra así para que el arte de la pintura no tenga después ya nada más que añadir. Todas las pinturas negras de Goya están aquí dichas, prematuramente. Palpita la vida, su drama y tremendismo, sin maquillaje alguno.

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