Se denomina democracia aclamativa, señala Ángel Calvo Yagüe, al sistema que demanda entregar el poder a quien más gente presenta en la calle exigiéndolo, tanto en cantidad (número de personas) como en calidad (rotundidad de la exigencia y forma de expresarla). Es una alternativa incendiaria a la verdadera democracia que, por el contrario, opera mediante elecciones igualitarias, serenas y regladas. Eso, la democracia aclamativa, es lo primero que se me vino a la cabeza cuando Sánchez, en la puerta de Moncloa, hizo un llamamiento encendido a las masas: “Sólo hay una manera –dijo– de revertir esta situación: que la mayoría social, como ha hecho en estos cinco días, se movilice… poniendo freno a la política de la vergüenza. Mostremos al mundo cómo se defiende la democracia”. Así, apela directamente a cuantos se colocan en su lado del muro, para, sin intermediarios ni controles, horadar los cimientos de nuestra democracia representativa. Parece acercarse, además, a la diferencia que Arendt establecía entre populace (populacho), que detesta las instituciones, y people (pueblo), la ciudadanía que las respeta y reconoce.

El envite, con secuelas explícitas en la Judicatura y en la prensa libre, es muy peligroso y enciende todas las alarmas. Si Sánchez logra –y no parece imposible– arrogarse la impunidad que busca a una corrupción que le concierne directamente, nuestra democracia sufrirá una involución autoritaria, liderada por quienes intentan dinamitar sus fundamentos desde dentro. Persigue el presidente, con una degradación del discurso público que alcanza ahora un deprimente simplismo, rebasar la ley e instaurar un régimen en el que su voluntad prime sobre ella, justificando tal anomalía en una excepcionalidad que él mismo patrocina. Y es que –de ahí su destreza de hábil trilero– la guerra entre progresismo y fascismo, que azuza en su mundo bipolar, es hoy y aquí una auténtica farsa, capaz, eso sí, de destruir nuestra moderna democracia.

El pronóstico es sombrío. Se acercan días de plomo, de guerracivilismo y de furia liberticida. Malos tiempos para jueces independientes e informadores no genuflexos, insustituibles en una sociedad avanzada, que ya empiezan a sufrir los efectos de la razia. Todo a mayor gloria de un político que compensa de sobra su carencia de talento con una infinita vanidad, con su falta de remordimientos y de recato y, cómo no, con una insaciable, sicopática, ansia de poder.

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