Esperpento parlamentario

Y el lunes no fueron pocos los parlamentarios que acudieron al Congreso para esperpentizar su falsaria lealtad constitucional

Esperpento ha sido la voz más usada, con razón, para definir la sesión parlamentaria de acatamiento de la Constitución, en esta legislatura. El esperpentismo es una variable teatral, consagrada por Valle Inclán, que usa la deformación grotesca de la realidad, exagerando rasgos absurdos que degraden valores colectivos. Y el lunes pasado, no fueron pocos los parlamentarios electos que acudieron al Congreso para esperpentizar su falsaria lealtad constitucional. Una farsa mal escenificada que, acaso, no debió ser consentida por la Presidencia, porque no veo que respete la doctrina del T. Constitucional (TC) que, a trasmano, invocó la Sra. Batet, para digerir la lamentable trapacería. Porque es verdad que el TC, validó (S. 119/1990), que en un Estado que protege la libertad ideológica y el pluralismo político, un candidato electo, con un programa reformista, pueda afirmar que solo por imperativo legal acata la Constitución. Pero no es menos cierto, ni menos coherente, que el mismo TC, (S. 122/83), aclara que acatar no puede suponer otra cosa que comprometerse a aceptar las reglas del juego político y el orden jurídico existente y a no intentar su transformación por medios ilegales. Porque, dice el TC, el deber de fidelidad se identifica con el deber de obediencia a la Constitución y al resto de leyes que derivan de la misma. Lo que no implica que el acatamiento, entendido como respeto a la ley, suponga adhesión ideológica ni conformidad con su contenido, porque también se respeta la Constitución cuando se aspire a modificarla a través de los cauces previstos. Pero lo que no cabe es jurar que se acata la Carta Magna explicitando, a la vez, el derecho de infidelidad a sus principios. Si cupiera jurar el acatamiento y lo contrario, sobra toda jura. Aflora ahí una ancestral confusión entre ley y derecho, entre lex y ius, que no son la misma cosa. Éste, faculta a obrar en libertad de conciencia y aquella, somete esa libertad al bien colectivo. Sentir amor por tu patria es un derecho. Pero respetar las leyes que toleran la convivencia con otras patrias, es una obligación alterable solo por la mayoría ciudadana, no por el derecho de quien grite más fuerte. Tenía razón Valle Inclán cuando advertía que aquella España suya era una deformación grotesca de la civilización europea. Lo peor es que lo seguirá siendo hasta que el esperpento salga de la política y se exhiba solo en los teatros.

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