Llevaba media vida dedicada a juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, cada día nuevos asuntos, eran sometidos a su criterio. Un accidente, una riña, un problema insoluble entre vecinos o familiares, eran situaciones en las que ciudadanos, que se consideraban en posesión de un derecho que había sido vulnerado, solicitaban el amparo judicial. A partir de ese momento comenzaba un procedimiento judicial, el combate dialéctico entre las partes enfrentadas, a través de sus defensas, así como la práctica de cuantas diligencias y pruebas se considerasen necesarias para enjuiciar el asunto concreto y aclarar las circunstancias en las que se había producido. Aunque parecidos, ningún caso era idéntico a otro, de ahí la minuciosidad en la interpretación y valoración de las pruebas, en las que radicaba la diferencia en las Sentencias. El ejercicio profesional y la vida misma, le enseñó que el sentido de la palabra justicia no era unívoco, sino que tenía tantas acepciones como personas se acercaban a los tribunales solicitando la tutela judicial efectiva. Cada parte aducía las razones y los preceptos en los que basaba su defensa, proponía sus pruebas y formulaba sus conclusiones, convencida, cada una de ellas, de estar en posesión de la verdad, y lo cierto era, que en muchas ocasiones la verdad procesal distaba mucho de la real, y ahí estaba el “quid de la question”, cuando albergaba una duda razonable y el resultado de las pruebas no se compadecía con su convicción moral: cuál era la resolución justa del asunto?. La solución era bastante sencilla: invitar a un “cuñao” a la sobremesa, y dejarle juzgar a él, no se le escaparía nada. Esa moda en algunos medios de comunicación de enjuiciar públicamente cualquier caso, por parte de personas ajenas al derecho, sin garantías procesales y de forma arbitraria, era el deporte nacional. Las tertulias se convertían en tribunas libres en las que campaban por sus respetos los “cuñaos” que opinaban según su leal saber y entender, tertulianos que con unos datos, recabados al margen de las actuaciones judiciales, dictaban sentencias, o “presuntos” periodistas, que siempre encontraban un caso idéntico mejor resuelto, según ellos. Decenas de personas entrevistadas en su “minuto de oro”, conocían la solución al conflicto y se permitían juzgar al juez por no acordar las diligencias, que según su sabiduría ancestral, consideraban adecuadas. Se preguntaba si esta era la excepción ibérica. El tema le enervaba, “el juzgador, juzgado” sin instrucción, ni defensa, con pruebas recabadas arbitrariamente y sin procedimiento alguno. Cada día, antes de entregarse a los brazos de Morfeo, recordaba las oraciones que le ensañaba su abuela, y añadía una novación: … líbrame señor de todo mal, así como de todo “cuñao opinaor”

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