Lujo de sobras

El plato que fue menos atendido en la cena tiene su segunda oportunidad, como nos merecemos todos en la vida

Tras la cena de Nochebuena y el almuerzo de Navidad me invade una gran devoción evangélica. Evoco, concretamente, los 12 cestos y los 7 cestos respectivos de sobras que recogieron los apóstoles después de las sendas multiplicaciones de los panes y los peces.

Tengo la certeza de que disfrutaron de esos festines sobrevenidos mucho más que de los milagrosos. En el estupor de la multiplicación, entre el suspense sobre si habría o no comida para todos, el servicio atento y luego las multitudes entusiasmadas, no estarían para la morosa degustación gastronómica. Al día siguiente, otro gallo cantaría (con perdón de san Pedro).

Nuestras sobras, sin medirse en cestos, ahí se andan. Y como las de los apóstoles son más placenteras que en la mesa de campanillas, más sacra, pero menos sabrosa. Primero, por la comprobación de que, como anfitriones, no dejamos lampando ni a cuñados ni a sobrinos como nos llegamos a temer. Segundo, porque el sabor, con un día de reposo, esponja. Tercero, porque no hay que cocinar, de modo que nos hemos ganado la calma que sigue a la tormenta de las vísperas y la fiesta. Si te entra un reparo moral por la pereza que se ha adueñado de nuestro espíritu, te recuerdas el cuento de la hormiga y la cigarra, y lo haces, además, a toro pasado, con todo el grano recolectado, sin ese incómodo zumbido de advertencia moral, con su final ya contante -cantante- y sonante.

Hablando de moralidades, quinto, está el regusto tecnócrata de que no se tire nada de comida ni quede una pizca en las fuentes, como en los años 70. En el gesto de rebañar los platos se produce la conciliación entre el privilegio de haber comido bien y la conciencia social de evitar el derroche, aunque sea en cómodos plazos.

Sextamente, me aventuro a afirmar que ya no hace falta bendecir la mesa. Todo fue solemnemente bendito ayer. Al hombre concupiscente le divierte, ay, fumarse una oración; aunque sí volveremos a dar las gracias, porque el rito no debe repetirse, pero la gratitud siempre es poca.

Otra ventaja (la 7ª) es que el plato que fue menos atendido en la fiesta tiene su segunda oportunidad, como nos merecemos todos en la vida. Y la supera con creces. Suspira de alivio o el cocinero o la cocinera.

"Todo santo tiene su octava", recuerda un niño, viendo todavía los cestos, entre resignado y divertido. No caerá esa breva. Calculo que para el día de los Inocentes volveremos a encender los fogones.

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