Sexualidad domesticada

Las grandes confesiones monoteístas, cristianismo judaísmo e islam, optaron por la represión de la sexualidad

En tanto que especie animal, la sexualidad es una de las funciones básicas del ser humano. Se manifiesta a través del deseo y en ocasiones comparte los territorios de la bestialidad y la violencia. Desde que el hombre abandonó su vida solitaria y empezó a agruparse, todas las civilizaciones, desde las más primitivas hasta hoy, han necesitado regular y controlar la sexualidad de los individuos. Resulta indispensable para adjudicar obligaciones y responsabilidades que garanticen el amparo de los descendientes y es también, qué duda cabe, un mecanismo de control del poder establecido sobre los individuos del grupo. Instituciones como el matrimonio o la familia son consecuencia directa de esta regulación de la función sexual animal. La noción de amor, por tanto, como una suerte de sexualidad domesticada y controlada, existe desde la antigüedad. En este contexto, la cultura mítica de cada sociedad ha acuñado en cada caso una determinada moral sexual, para permitir o censurar determinadas prácticas sexuales. Con carácter general, todas se caracterizan por poner límites y establecer leyes, hasta hoy. Las civilizaciones más antiguas, en general politeístas, tuvieron una mayor permisividad sexual, más cercana a la esencia amoral de la naturaleza, aunque también la regularon, incluyendo la relación entre individuos del mismo sexo. Los mitos clásicos son muy humanos y muy animales; Eros, Afrodita o Dionisos definen nuestra condición de una forma muy elocuente, están fabricados a nuestra imagen y semejanza. Las grandes confesiones monoteístas, cristianismo judaísmo e islam, optaron en cambio por la represión de la sexualidad. La censura del deseo y del placer, vistos como algo negativo o inmoral, es el cimiento de su arquitectura ética de la sexualidad, legitimada tan solo por la necesidad de procreación para garantizar la continuidad de la tribu. Es un planteamiento drástico pero quizá indispensable en sociedades cada vez más complejas y superpobladas, con peligro de resultar incontrolables para el poder que las gobierna. La represión, no obstante, genera episodios de reacción y descarga, de liberación, brutalidad o violencia, y la cultura identitaria los tolera en un contexto de doble moral o trazando sutiles matices, más o menos subliminales, en sus constructos teóricos de ética sexual. La fiesta y la tradición, amparada y auspiciada por el poder, viene a representar la legitimación de la bestialidad liberadora. Y cuánto más puritana es una sociedad, más virulenta es en su festejo.

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