Amaneció gris, los pájaros estaban alborotados, y la luz del sol se ocultaba tras negros nubarrones. La ciudad más silenciosa de lo habitual se asomaba a un nuevo día de forma tímida, casi de puntillas. Los ánimos entre sus moradores iban desgastando el brillo de sus ojos, que no dejaban de mirar las televisiones en busca del santo grial, que les alejase de la enfermedad que les acechaba. Nunca el ser humano había recibido tal saturación de informaciones contradictorias. La desazón luchaba a diario con la esperanza, y viceversa. Los días se encadenaban unos con otros, sin más experiencias que las derivadas de una pobre vida social, cuando no, de la más absoluta soledad en la que vivían miles de personas acobardadas. Hoy sin embargo algo había cambiado drásticamente en su vida, había recibido la llamada más deseada en los últimos meses. Era como si el cielo se abriera de repente, dejando salir a la vez todos los rayos del sol contenidos durante un año. A pesar de la zozobra en la que la sumergía la opinión de decenas de indocumentados que llenaban los platós dando lecciones de ignorancia, la sola visión entre las rendijas de la esperanza, de una vida social y familiar tan añorada como deseada, disipó todos sus miedos. Volvía el fantasma de las vacunas y sus efectos, como cuando niña muchas madres se negaban a administrársela a sus hijos, inducidas por un miedo ancestral grabado en su ADN. Sin embargo a ella y a su generación les tocó ser "los primos" sobre los que se ensayaron estas, las primeras mujeres que utilizaron masivamente los anticonceptivos y otros medicamentos de último diseño, y además las personas con mayor longevidad y calidad de vida de la historia. Albergaba, como todos, serias dudas sobre los efectos desconocidos que podía tener sobre su organismo esta dosis que iba a recibir, pero sabía que la opción era "susto o muerte", y se inclinó por el susto. Los grupos de su edad echaban chispas esos días: fiebre, dolor de cabeza, molestias en brazos y piernas, o pequeños moratones, pero nada incompatible con una vida normal, y sin pisar un hospital! Sabía que en la vida había momentos de grandes decisiones, y esta había sido una. Qué le deparaba el destino a ella y al resto de la humanidad era una incógnita, como siempre desde los albores de la historia, pero lo único cierto era que sin riesgo no había futuro. Hoy, después de tantos meses de tormentosa soledad, saldría a la calle sin contar las losas rotas de las aceras vacías, se calzaría con su tacones más altos, se pintaría las mechas que disimularan sus canas, y con la sonrisa de la Gioconda, camuflada tras la mascarilla, murmuraría entre sus dientes apretados: quiera dios, que lo de los trombos solo sea una quimera. El susto lo dejó en la mochila, junto con el chándal con que se había disfrazado un año entero.

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