Recuerdo que, cuando era mucho más joven, los días me cundían mucho más. En una jornada bien aprovechada terminaba con éxito varios quehaceres sin tener sensación alguna de premura o cansancio. Incluso me sobraba tiempo para otras cuestiones más domésticas e inaplazables. Si hago memoria de más atrás, de los años de la infancia, recuerdo un lentísimo paso de las horas, de los minutos incluso. Las mañanas del colegio eran eternas y en las tardes de juegos el tiempo se detenía o, cuando menos, se moldeaba dúctilmente a antojo propio. Con el paso de los años he notado que, cuantos más se cumplen, el tiempo se va acelerando, los minutos duran menos, las horas son más cortas y los días -que antes eran como una vida en miniatura, desde el nacimiento con el amanecer hasta la muerte con el crepúsculo- se van en un periquete. Cuando vienes a darte cuenta ya estás acostado en cama esperando la apertura del día siguiente. Cumplir años es constatar, en definitiva, que el tiempo pasa cada vez más deprisa. Si esto es así -que lo es, pues a fin de cuentas la sensación es lo que cuenta para nuestro estatus mental-, a los que ya hemos cumplido cincuenta nos queda poca vida aprovechable -productiva con intensidad, se entiende- por delante. Si en cada año que pasa tenemos una mayor sensación de fugacidad que el inmediatamente anterior, el tercio de vida que nos queda se pasará en un tris, en un periquete. Quizá por eso, a partir de los cincuenta, con la mochila de experiencias ya cargada, uno piensa muy bien lo que le resta por hacer y como lo ha de hacer, para no equivocarse, para ser certero y no desperdiciar el tiempo. Con los años uno se vuelve más esencial, más sintético, aprende a ir al grano, a lo que de verdad importa, a la esencia de las cosas y de los quehaceres. Es el distintivo de la madurez; la eliminación de lo superfluo, de la paja innecesaria. En el fondo, queremos finalizar los asuntos pendientes, ultimar las cuestiones importantes antes del tránsito definitivo. Pese a todo, la muerte, en esta sociedad confortable, nos pilla siempre de improviso, aparece cuando no se la espera. La muerte es un hecho que nuestro mundo actual ha hurtado casi por completo al día. En el pasado, la muerte formaba parte de nuestras vidas, de los rituales diarios. Hoy nadie la nota hasta que la tiene encima del todo. Conviene recordar siempre, tenerla muy presente, la turbadora imagen de Valdés Leal, In ictu oculi, de las Postrimerías. En un abrir y cerrar de ojos. En un tris, en un santiamén, la vida se va de momento.

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