El medio y el ambiente

Un duro de pencas (I)

Otro día la anécdota del sapo porque ahora no me "coge". "De mientras", vamos a pensar alternativas que las hay

Mis recuerdos de La Flor de la Mancha comienzan en el 60, en que con 9 años y de camino desde C/ Francisca Jiménez a la mítica escuela de don Rafael en la calle Real, pasaba a dejarle a mi padre el cesto con el almuerzo, que sin yo saberlo me servía para estudiar las fuerzas centrífuga y centrípeta, pues conseguí darle vueltas por el camino, sin que se me derramara la comida o, al menos, eso quiero pensar.

A partir de ese verano, nuestra relación se fue intensificando y allí desempeñé diversos menesteres. De ellos, pienso que el más importante fue observar, tratar de aprender y atesorar recuerdos. De entre estos últimos uno de los más importantes y serios eran las visitas que a la hora del aperitivo realizaban con frecuencia don José González Montoya y don Antonio Moreno Martín. Los dos de "buena envergadura" y siempre con traje negro. Don José era aún más campechano que don Antonio, y le gustaba hablar de caza con mi padre y con el cocinero: Manuel Redondo. Además, nada más entrar pasaba a saludar a mi madre, a quien cariñosamente llamaba Angelita.

Esa relación venía de cuando antes de la guerra mi abuelo Ignacio, que tenía una tienda en San José, le compraba todos los años a don Antonio González Egea, padre de don José, un rodal (roal decimos aquí) de pencas en El Romeral por un duro. De las mismas, mi madre y mi tía María, con unos diez años, iban de buena mañana con una borriquilla a coger los chumbos para engordar dos marranos.

Después tuve la suerte de ir muchas veces a bañarme allí con mi tío Manuel, viendo por el camino las manadas de pollos de perdiz con la madre andando tranquilamente por la orilla del camino, y de la playa recuerdo que allí estaba el cajón de madera en que decían que le habían traído de Inglaterra el coche a don José.

Cariño aparte, en aquella época el viaje de ida a Genoveses, y no hablemos del de vuelta, tenía su guasa en la DKV. Ahora los tiempos han cambiado: ya hasta mi coche tiene fresco, y son muchos los aficionados a disfrutar de la naturaleza que ya tienen (tenemos) una edad considerable. Por lo tanto, pienso que hay posibilidades de construir un buen hotel en San José en alguno de los parajes que circundan el pueblo y desde allí organizar desplazamientos con vehículos ecológicos que sean capaces de llevar hasta la misma playa a esos turistas que quieren naturaleza y comodidad. Otro día la anécdota del sapo porque ahora no me "coge". "De mientras", vamos a pensar alternativas que las hay. Recordemos las cuitas cortijeras de Joaquín.

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