Era como una cápsula detenida en el tiempo, piedra degastada por la acción del viento y el agua por fuera y un inmenso vacío dentro. Desde lejos se apreciaba su imponente silueta sobre la vertiente sur de la montaña en la que estaba encaramada. Conforme se fue acercando, su figura recortada contra el cielo de un intenso color azul se iba concretando. Llegó exhausto a la cima, el calor le había quitado el aliento durante la subida por aquella escabrosa ladera. Una vez en la cima el espectáculo era sobrecogedor: un mar embravecido lamía la costa que se extendía bajo sus ojos. Una rara sensación de vértigo le asaltó al ver la abertura de lo que bien pudo ser una puerta, invitándole a entrar. Tuvo que contener la respiración dos o tres veces antes de decidirse. Dentro reinaba una semioscuridad, rota por la luz que se colaba por las estrechas ranuras de las troneras que se abrían sobre el mar, a todo lo largo del muro. Parecía un lugar inexpugnable, y sin embargo tenía una sensación de vulnerabilidad allí dentro, cuyo origen no podía definir. Sintió las imperceptibles voces apagadas de los hombres que la habitaron, el eco de sus conversaciones mil veces repetido al chocar durante años contra unas paredes, que de nuevo las devolvía, para retornar como un boomerang, en un eterno oleaje. Cerró los ojos y sintió la presencia de unos jóvenes, casi niños algunos, otros de más edad, pero todos ellos henchidos del valor que da el propio miedo, eran soldados del Imperio Español. Escuchaba en su piel erizada las risas, el tarareo de viejas canciones susurradas al oído, las confesiones y secretos que se hacían unos a otros, las promesas para el caso de que no salieran de allí, y ese lugar inhóspito se convirtiera en su última morada…Todo se contenía en aquella crisálida apartada del tiempo, olvidada como un viejo tesoro por mero abandono e innecesariedad en los tiempos de paz que le sucedieron. Se sentó en el suelo frío, y trató de meterse en la piel de aquellas personas cuyas ánimas seguían vagando por su interior. Anochecía, y por el tragaluz alargado entraban los últimos rayos de sol que daban una calidez especial al recinto. Sacó de su mochila un libro de historia local que había encontrado en casa de su abuela, sin que hasta hoy hubiese sabido localizar el lugar objeto del estudio. En la tapa un dibujo en sepia de la torre que se alzaba sobre el mar dominando el horizonte, y una costa accidentada bajo sus pies. Abrió el libro con cuidado y comenzó a leer sus desdibujadas líneas mientras escuchaba el canto lejano de las sirenas que, como cada tarde, se habían reunido sobre las rocas esperando a Ulises. Bajó hasta la playa, entró en el bar de aquel rincón único y maravilloso, disfrutando de una jarra de cerveza helada mientras recorría con su vista la exposición fotográfica del Parque Natural del Cabo de Gata, de la que era autor.

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