Esta semana conocíamos el hallazgo en Pompeya de la momia de Marcus Venerius Secundio, notable romano aficionado al teatro griego, y cuyo enterramiento contrasta con la incineración de los cuerpos practicada, por lo común, en Roma. Los investigadores creen que esta afición a lo griego, conocida por una inscripción en la tumba del finado, es la razón de que se hiciera inhumar, contraviniendo la costumbre de la pira ritual, por donde los romanos ascendían a sus dioses. Por otra parte, aún no se sabe si esta momificación del acaudalado helenófilo Marcus Venerius fue una momificación deliberada, con ungüentos y pócimas apropiadas a la preservación de la carne, o sólo se trata de un efecto involuntario de la inhumación, debido a las calidades de la tierra que lo acogió, hace ya casi dos milenios.

No es la primera vez que esto ocurre. Burckhardt, en La cultura del Renacimiento en Italia, cuenta el caso de una mocita romana, de extraordinaria belleza, que apareció en un sarcófago en la Vía Apia, el 18 de abril de 1485. Toda Roma peregrinó para verla, en su asombrosa frescura de quince siglos, al Capitolio, donde se había llevado a esta hermosa visitante de la Antigüedad, y donde el papa Inocencio VIII dio orden, finalmente, de enterrarla. Quiere decirse, pues, que antes de la fascinación por las momias egipcias, minuciosamente vendadas, estaba ya esta ensoñación de lo antiguo, de su resurreción, a la que se llamó, sumariamente, Renacimiento. De modo que si Gautier publica La novela de la momia (egipcia, naturalmente), en 1858, seis años antes ha publicado ya su Arria Marcela, donde una hermosa pompeyana cobra vida, bajo la luz de la luna, y se enamora de un joven turista francés, de visita en las ruinas. El origen de este relato no fue menos fantástico: el bello torso de una joven, hallado entre los cuerpos calcinados de Pompeya, adquirió tal celebridad, se ponderó tanto su perfección de líneas, que acabó siendo robado por algún coleccionista morboso. Ahí nacerá el amor fantasmagórico y abrasador de Arria Marcela.

Sobra decir que esta fascinación por el ayer, por la posibilidad de asistir al pasado mientras ocurre, adquiere su relevancia actual cuando Roque Joaquín de Alcubierre, ingeniero español, inicia las excavaciones de Pompeya en 1748, por orden del rey de Nápoles, el futuro Carlos III de España. A ellos se deberá también el primer museo arqueológico del que tengamos noticia, fundado en 1758: el Museo Ercolanense del Palacio Portici, junto a una vieja y espectral Herculano.

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