El país de los cafres

Las únicas opciones de ocio son sacar el santo a la calle y acudir a la taberna

Con frecuencia se ha dicho que a lo largo del siglo XIX los artistas y literatos románticos -especialmente franceses e ingleses- forjaron una imagen de lo español llena de tópicos y lugares comunes, poco fiel a la realidad y plagada de exotismos y fantasías. Esta visión conoció un enorme éxito, largo y continuado en el tiempo, generando una fascinación que propició un turismo hacia nuestro país que buscaba las aventuras y deleites descritos por esos gurús del Romanticismo. Los viajeros europeos decimonónicos que llegaban a España esperaban encontrarse con unos pobladores festivos y pasionales; una civilización al margen del progreso y los avances, de vida relajada y ajena a la observancia de la ley. Un territorio de pícaros y bandoleros, toreros y manolas, chusqueros y majas goyescas; de hombres bravucones y arrogantes, chulescos, y de hembras propensas a la promiscuidad, fáciles y apasionadas. Esperaban encontrarse con una mezcla racial, entre gitana, moruna y cristiana, verdaderamente explosiva. Imaginaban un país colorido y festivo, dedicado a sus celebraciones ancestrales, sin freno y cortapisa, donde lo sagrado se vestía de profano y la taberna y la sacristía venían a ser espacios complementarios; las dos caras de la misma moneda. Un país, en definitiva, lascivo y religioso, báquico y falsamente devoto. Ni que decir tiene que, con este perfil, hemos atraído siempre -hasta hoy- al turista más vulgar y vicioso, vacío e insustancial, de cualquier latitud; lo mejorcito de cada casa. Basta echar una ojeada, por ejemplo, al público que por festividades como los Sanfermines -por su carácter y naturaleza- arriba a Pamplona todos los años. Y aunque es cierto que los clichés románticos son exagerados, viene a sucederles, en cambio, lo que a toda fábula o mito acontece: que siempre tienen una parte de verdad. Digo esto porque en estos meses de pandemia ha quedado meridianamente claro cuáles son las grandes y traumáticas renuncias del pueblo español, aquellas que más ha lamentado amargamente: no poder celebrar sus ferias, saraos y fiestas patronales, y no poder ir al bar como de costumbre. Cuando se tiene como únicas o prioritarias opciones de ocio sacar el santo a la calle y acudir a la taberna, a lo mejor es que el cliché romántico no iba muy desencaminado. Y cuando vemos que desde el resto de Europa nos han mirado -y nos miran- por encima del hombro, a lo mejor es que no hemos parado de hacer méritos para ello.

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