Sus ojos de un verde desvaído, casi transparentes, tenían una mirada felina. Ella sin embargo, sabía que su corazón era el de un niño grande. Últimamente vivía sumido en su mundo, como si todo lo que le rodeaba solo existiese en su imaginación. Miró a través del cristal empañado de sus gafas, la mascarilla empujaba el vaho que salía de su nariz y boca, adhiriéndose a su superficie como un náufrago a una roca. Estaba en casa, a resguardo, se la podía quitar y liberarse de tan mortífero castigo. Allí estaba él, junto a la ventana, observando en silencio el arrullo de una paloma sobre el alféizar, como si fuese el más intrigante y bello espectáculo, y su corazón se llenó de una ternura infinita. Estaba agotada, había trabajado duro desde el amanecer, ya era casi medio día y los años le iban pasando factura de modo irremisible. Se puso ropa cómoda y cuando entró en el baño, sintió el ataque del espejo, devolviéndole una mirada inmisericorde, como una puñalada trapera. Muy a su pesar, no tuvo más remedio que enfrentarse a él. Su boca de labios gruesos, de la que tan orgullosa se sintió siempre, comenzaba a estar flanqueada por microscópicos surcos que se iban abriendo paso de modo imperceptible, desdibujando su perfil. Ella siempre la delineó con un lápiz labial, resaltándola después con un brillo rosado, en armonía con el rubor con que resaltaba sus mejillas, hoy tan pálidas. No tenía sentido seguir maquillando un rostro oculto tras una máscara, pero era demoledor enfrentarse a él cuando se "levantaba el velo". Todo había cambiado tanto, que el recuerdo de la vida que llevaba hacía solo un año, se sumía en una profunda tiniebla, y le hacía dudar si solo sería producto de su imaginación. Cuando aquella mañana de marzo la llamaron de un hospital, su corazón sintió un vuelco, como si subida en lo más alto de una noria, esta se desplomase sin previo aviso. Pasó el final del invierno y comienzo de la primavera esperando su regreso, como si el tiempo se hubiese detenido. Recordaba vívidamente el momento en que volvió a casa sonriente y aliviado, desde aquel momento su vida se convirtió en un frenético movimiento, cuidar de él, trabajar y ocuparse de las cosas cotidianas, sin olvidar aquellos detalles que endulzan la vida, como aquel búcaro de cristal azul, regalo de su abuela, repleto siempre de flores que inundaban la estancia con sus delicados perfumes. Hoy era un día especial, así que se encaró a la mujer que desde el espejo le devolvía la sonrisa irónica de la Gioconda, se perfiló los labios, cubriéndolos de un rojo pasión, pasó por sus párpados unas pinceladas que le daban profundidad a la mirada, y unos brochazos en las mejillas le devolvieron el rubor, sacó el champán que guardaba para la ocasión, acercándole su copa en una mano y en la otra un papel. Su rostro se iluminó y sus ojos se encontraron, el nombre del hijo que esperaban que lo decidiese él.

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